Voy camino de Razzmatazz pensando en que podría empaquetar mis cuitas bajo el título ‘Mis problemas con Calamaro’. Ya saben aquí que hablo mucho de él y hasta le escribo cartas. Será mi segundo concierto (le vimos hace años en un multitudinario Palau Sant Jordi, en la gira ‘El regreso’) y recalo ilusionado pero receloso, lleno de dudas, sin saber qué Calamaro y qué banda me encontraré. Toda precaución es poca.

Ya dentro, en la sala principal de la laberíntica Razzmatazz, cuya distribución caótica nos traía locos en nuestras farras de jóvenes, el planeta Calamaro se palpa en los detalles del escenario: un calamar de peluche colgando del micro o el toro de Osborne, icónico, presente por doquier. Lo lleva el astro argentino tatuado en el brazo y pegado en su Telecaster. Genio y figura, insoportable y tierno, con sus vicios y virtudes, con su histrionismo y sus desvaríos livianos, el que fuera líder de Los Rodríguez llenó hasta los topes (todo vendido) la Razzmatazz en el concierto de la gira ‘Bohemio’, que dio el salto de Sudamérica a la península.

Aunque algo irregular (esas canciones de su último e infumable disco que suenan frías), Calamaro cumple y cuaja un show poderoso, buena síntesis de su momento, menos tóxico pero más folclórico, más cómico. ‘Output-input’, la canción que abría el infinito ‘El salmón’, sirve para arrancar el recital y empezar a granjearse el beneplácito. Calamaro lo tiene fácil para seducir: es remover al azar su repertorio de tres décadas y salen los hits. Por eso el público sigue vibrando con ‘A los ojos’, el clásico de Los Rodríguez, o ‘Te quiero igual’, pegadizo single de ‘Honestidad brutal’, acaso su mejor disco, sacado de la época mítica de composición kamikaze, allá por el cambio de siglo.

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A la guitarra o sentado al teclado, rodeado de una banda argentina y solvente, Calamaro luce gafas de sol –hay credos del rockero trasnochado aún intocables– y un pañuelo en la frente para contener el sudor de la mata de pelo. El baladón ‘Crímenes perfectos’ es otro cenit antes de los retales de ‘Bohemio’, su flojísimo último disco, pop sin carisma, amago peligroso de apalanque en vivo. Ahí el concierto decae y se anquilosa ante esas canciones faltas de ‘punch’, antes de que un tema funkoso como ‘Loco’ saliera al rescate, igual que hizo ‘Todavía una canción de amor’ (recuerden, otro ineludible ‘rodrigueriano’, con letra de Sabina) que mostró a un grupo sólido y engrasado.

Calamaro va a lo suyo: bate palmas, pone carusas, se agacha para cantar, recoge una rosa, le lanzan una gorra y se la coloca, agita una camiseta al aire. Es un animal de escenario que, en su derroche de gestos (ademanes de tonadillera incluidos), raya en el humor. Tanta cucamona hace que su guitarra y el teclado parezcan en verdad atrezzo y él esté ahí para gustarse. Luego llegó el turno de la jam session, un pasaje instrumental en el que la banda, liberada de las obligaciones vocales, se dejó ir. Inefable estuvo Calamaro, entregado a tocar en modo precario un extraño y pequeño saxo. «Me están pidiendo por allí al fondo un solo con el saxo de madera pero no lo haré», dijo con sorna, como provocando. La travesura, el capricho jam, embutido en mitad del show como si la Razz fuera un local de ensayo, casi desconecta al público.

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En la masa hacía ruido la numerosa legión de argentinos, que se enardecía por momentos. Cerca de mí andaba Raúl Cimas, que esos días presentaba su cómic, y que acompañaba a unos cuantos de la revista ‘Mongolia’. Junto a Cimas, en no sé qué extraña ligazón, un mito postmoderno: el gigantón Dani el Rojo (o el millonario, según la policía) un conocido gánster de los 80 y 90 en Barcelona, expolitoxicómano, exatracador de bancos y escolta de gente como Leo Messi o el propio Calamaro. Échenle un google y verán qué clase de armario. Me impone el grandullón (imagino una pelea con Loquillo, invitación al colapso universal de la Historia), ahora convertido en escritor y en personaje de los medios vendiendo su relato de vida al límite y asentamiento de cabeza.

Después Dani el Rojo (¡¿quién se lo va a negar?!) se encarama al escenario y termina de seguir el concierto desde un lateral, dejando ver su complicidad con Calamaro, más insana que entrañable. En ese momento, como cada vez que viene a Barcelona, el bonaerense aprovechó para reivindicar los toros, en un alegato ya tradicional. Habló de su tristeza por la prohibición de las corridas y de la necesidad de que vuelvan. Fue la nota esperpéntica de la velada, que arrancó aplausos y silbidos a partes iguales. En la canción ‘Días distintos’ se proyectaron imágenes de corridas y él hizo gestos toreros.

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A partir de ahí el concierto se embruteció, y para bien. Las guitarras se ensuciaron, se volvieron tumultuosas para darle color a versiones demoledoras de ‘Me arde’ o ‘El salmón’, ese DNI de tiempos convulsos coreado por un público ya por entonces ganado. Andrés, siempre teatrero, se crecía, modulaba la voz, hacía inflexiones. Bajaron las revoluciones con la bella y sedosa ‘Estadio azteca’, recitado de poesía incluido, antes de los temas inmortales. La turbo rumba ‘Sin documentos’ (en su abanico de saltimbanqui, Calamaro simulaba bailar flamenco), un apunte del tango ‘Volver’ (¡y otra vez la mención a los toros!) y ‘Flaca’ y ‘Paloma’, que conllevaron el inevitable efecto karaoke en el público. Hubo espacio para los homenajes: la historia de la misteriosa leyenda del jazz Ornette Coleman, que anduvo un día entero perdido en Buenos Aires antes de un concierto y el guiño patrio a Los Redondos de Ricota o a Billy Preston.

‘Alta suciedad’, rabiosa y pesada, fue el primer bis, seguido de ‘Los chicos’, otro recuerdo a los amigos que ya no están, una obsesión en el ideario de Calamaro cuando se pone trascendente y asustadizo y le canta a la muerte. Desfilaron imágenes de los músicos ausentes: desde Miguel Abuelo a Paco de Lucía, pasando por Enrique Morente o Antonio Vega. Pasaban dos horas y media del inicio. El público pedía más pero Calamaro y su banda se marcharon exhaustos. Parafraseando la jerga taurina, Calamaro –a veces personaje hasta la parodia, a veces caricatura– deslumbró en Barcelona: las dos orejas y el rabo. Andrés es como es, y casi me hizo reconciliarme, y hasta rectificar respecto a aquello que le dije una vez de que chocheaba. Casi.

raúl