Se puede poner uno austeriano y creerse un personaje de novela, perdido en poliédricas urbes cargadas de misterios, de sedimentos, de recovecos. Puede caer uno en el atrevimiento de soñarse testigo de ciudades infinitas que esconden infinitos mundos, comprar la poética del qué habrá tras esa puerta, tras esa ventana. Tiene todo el derecho a hacerlo, pero luego que no se queje cuando la ciudad no revele bohemios clubes de jazz sino viejotecas, conciertos de jinetes de la bachata o polvorientas estrellas rumanas. Nadie dijo que el underground fuese fácil.

Porque tal vez ahora mismo, cerca de su casa, en el bar de la esquina, tras la persiana bajada de aquel locutorio sospechoso, uno de los mejores intérpretes de manele esté revolucionando la cultura local. Y lo normal sería que usted no se enterase: ni estos actos aparecen en guías con ínfulas de modernidad ni usted, poseído por esa superioridad étnica que cada cual sobrelleva como puede, les va a prestar atención.

Sí, aplaudido lector, celebrada lectora, de nuevo estamos hablando de esos infracarteles que aparecen por las ciudades (¿o es sólo en la nuestra?) colgados en los lugares más insospechados, luciendo mal gusto y nulas dotes de diseño para anunciar apoteósicas estrellas internacionales. Pero de la internacionalidad barata, la que llega por la puerta del inmigrante justo de recursos y sospechoso, la que señalamos con el yo-no-soy-racista-pero. Prejuicios o apatía, vale, pero tampoco ellos suman muchos puntos con su turbio y desganado márketing. Ejemplo: anunciar la visita del ídolo rumano Florin Salam a Fraga en Tarragona (a 200 kilómetros del fronterizo pueblo) y con un cartel en blanco y negro, muy de fotocopia, mal sostenido en el lateral de un contenedor.

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Florin mide 1,75, pesa 90 kilos y es casi leyenda en Rumania.
Si su fama es merecida, nunca lo sabremos.

Nos dirán que no les huele a chanchullo, a blanqueo de bienes, a, como mínimo, trapicheo en la puerta de un Cash Converters. Por una vez intentamos ir más allá e investigamos con esmero (esto es, hacemos un par de búsquedas en Google): Salam tiene videoclips, entrada en la Wikipedia, página en Facebook y hasta está en Spotify. O sea, que existe, y a juzgar por los cadenones que luce le va bastante bien. Tiene cara de buen tipo y nos descubrimos a dos escuchas de que su disco ‘Fara Limita’ nos parezca una obra maestra, así que cambiamos rápidamente de tercio por el bien de este texto. La risión es una amante cruel.

Así, nuestros puercos días pasan ignorando todo un universo de culturas e infraculturas, de la verdadera cara de lo étnico y lo exótico, de la mejor oferta llegada del Extranjero Capital, mientras nos quedamos en el sofá rascando paquete y maldiciendo la programación de las salas oficiales. Y no será por oportunidades: el manele parece contar un tirón comercial inaudito en el país tarraconense. Ahí tienen a Milion Manele Tarragona (¿es el nombre de la formación? ¿la sala?) presentado Sorinel Copilu De Aur (¿es el nombre de la gira?) 100% en vivo y con el sello de calidad de Florin Bamboo Racoreste Romanu (¿es… qué es?).

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Ese contáiner naranja es nuestro nuevo tablón de anuncios favorito.

Todo un universo de incógnitas, alimentados por el hecho de que esta vez el cartel no está en castellano, que a bien seguro nos podrían resolver el mismo Florin Bamboo («impresar») y Dan Bursuc («manager»). Tipos que, a juzgar por la composición, son los demiurgos tras la cultura rumana. Busquen  y verán que el primero aparece, gorro y puro en mano, dos veces, mientras que el «manager» y su dedo inquisidor lo hacen un total de tres. Sus portes seguros y firmes nos hipnotizan en un magma de fractalidades, espejos enfrentados y fantasmas escherianos.

Pese a ello nosotros, timoratos, seguimos esquivando el mundo del manele, que se adivina ya como el estilo número uno del underground local. Ni siquiera nos activa que la intérprete sea (creemos) femenina: pasamos también de Sorina Guta y de su chaqueta de chándal quinqui. Y eso que llega respaldada de nuevo por Dan Bursuc (¡qué bien señala el tipo!) y Florin Bamboo (nueva foto, misma alegría), a quienes no acabamos de ver trigo limpio e imaginamos más en sucios cástings de sofá que en un museo.

A Sorina el apellido le puede jugar una mala pasada. Está a una letra de la profesión más accesible para las rumanas en España, así que se merece, al menos, la sospecha. Y más si uno se imagina este anuncio para nada desentonando, pese a la indumentaria, en las páginas de clasificados de un periódico. Sería, suponemos, su Plan B de vida, mucho más honrado y coherente, por si la música falla algún día.

sorina gutaDan Bursuc es, de acuerdo con su web oficial, «impresar artisti in Romania, promotor al tinerelor talente, maestru de ceremonii».

Cambio de tercio, de estilo y hasta de continente, a fuerza de tensar la salud mental con eclecticismo. No nos íbamos a librar del hip hop, el género callejero por excelencia. Shaozin The Furia 629 (¿que fue de los 628 anteriores?), un rapero que dice venir desde Brooklyn pero tiene sospechosas raíces en Castellón, nos mira desde la pared tan retador como desconcertante y amateur: tipografías de aire oriental y pose clasicota de chulo de barrio. Luego se mezcla todo eso con rumba, reggae, artes marciales y crítica social para formar un cóctel (molotov) contra lo audible. El boom de inputs en el cartel satura: se vuelve brumoso y caótico con tanto nombre y tanto careto de pinchadiscos para formar casi un equipo de fútbol. Al final y pese a lo quinqui, hasta parece una cosa grande el evento.

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Shaozin, Meishya, Privevt, Grajo, Elkom, DJ Sinic, Sycro, B-Boy Crow, Vainy, Codina: los Vengadores del polígono.

Estamos, por mucho que se empeñe Shaozin de Brooklyn, en tierras patrias, en ese movimiento interno que nos ha hecho una «melting pot» de segunda, humilde, patética pero hasta tierna, por más que le escame a algunos. He aquí otro tipo de inmigración, decimos, que también nutre las alcantarillas de la música en la urbe. La canción popular española, que ha llenado bodas, karaokes, ferias de abril y fiestas mayores, sale a la calle en forma de cartelillo para reivindicar charneguismo.

A Julio Trujillo lo conocemos todos: es fácil verlo llegar desde Córdoba en los años 70 y ponerse a trabajar a turnos en una fábrica, donde compartiera con sus compañeros, un poco tostón, su afición a la copla, donde a la mínima se arrancara a cantar, poniéndose destrangis en el lavabo a tocar la guitarra, aspirando algún día el muy brasas a que Justo Molinero le bendijera con atención hertziana en su emporio. En fin: carnaza de tablao, carpa y explanada. El anuncio es simplón y directo: un clavel, una castañuelas y para qué más iconos de españolía. Luego está él, que parece retratado en cualquier convite ya después de los sorbetes y cerca de la barra libre.

trujilloEs todo un logro estético que no haya Comic Sans.

Julio es tan alternativo, tan oculto, que no hay búsqueda en Google que lo descubra, ni siquiera tecleando «Julio Trujillo canción popular española» o «Julio Trujillo cantante». Eso nos enternece y nos hace quererlo un poco más: lo imaginamos de parroquiano en alguno de los bares que frecuentamos, oliendo a Varón Dandy y a cubatazo y arrancándose por Manolo Escobar. Muy lo nuestro aunque sea de rebote, muy parte de una Tarragona real, variopinta, que sólo sale a la superfície a través de estos carteles que se han convertido en nuestra obsesión particular.

Trujillo es la modestia extrema, la falta de rasgos distintivos absoluta. No se atreve con un mote, con un posado bravo, ni siquiera luce micrófono en su cartelería. Por no lucir, ni siquiera le mete candela al wordart que tan en casa estaría en su póster, un erial del diseño desangelado y sobrio hasta reventar. Por un momento, fantaseamos con que alguna revelación indie copie, en un torero gesto irónico, ese recuadro mal encajado en la esquina inferior derecha.

discotecaEl marketing es imbatible: cartel puesto a 130 kilómetros del lugar del evento.

Asistimos también ahora a la explosión de otra burbuja: las macrodiscotecas. Area o Pont Aeri, emblemas noventeros de la farra, son hoy hangares abandonados en la periferia, catedrales del techno derruidas. En ese caldo de cultivo, como un signo de los tiempos, un cartel en el barrio nos anunció la inauguración de una discoteca árabe a 130 kilómetros de distancia, tal era la seguridad de encontrar target en la zona. El sitio se llama Oasis, ofrece cachimba gratis a las chicas no acompañadas y tuvo, en su puesta de largo, a Cheb Abdelmoula como pinchadiscos. Mírenlo sonriente y bonachón: es un DJ que ha ganado fama en su nicho, aunque dan más ganas de pedirle un dürüm con salsa picante que una canción.

Google nos devuelve algún tema de nuestro héroe, un blog en un sucedáneo aún más triste de MySpace y hasta una página en Facebook. Tiene 472 likes. Empezamos a arrepentirnos de debernos tanto a la profesión e investigar y contrastar; hubiera sido mejor soñando con el anonimato total o, mejor aún, el montaje descarado. Que Abdelmoula no fuera más que el primo de algún evasor fiscal o, mejor aún, una stock photo de saldo. Pero internet viene a dar validez al cartel y nosotros nos debemos a la verdad.

El diseño es muy diáfano y ordenado, como ahuyentando sospechas de reclutamientos, esforzado en dejar claro que allí se hará danza del vientre y coctelería, pero poco más. O quizás no: la última actualización en Facebook data del día del estreno, hace nueve meses, así que perdónennos, pero la sombra de la tapadera es alargada. Alá es grande, pero esta disco reconvertida en mezquita, aún más.

raúl y V the Wanderer