¿Puede un género musical dar miedo? ¿No? ¿Soy el único al que le aterra el grindcore? ¿Y si lo mezclamos con Chiquito de la Calzada, sigue dando miedo? ¿De verdad se puede mezclar con Chiquito? La respuesta a todas estas preguntas es «sí», incluso a «¿no?», y ahí va una cadena de pensamientos arbitrarios e inconexos para probarlo.

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Chiquito se pudo mezclar con dance radiable. Chiquito casa con todo.

Primero, el grindcore. Descubrí este género en la EGB, mientras otros comían nocilla y jugaban a los tazos. Fue en casa de un amigo con, peligro, Hermano Mayor, y por lo tanto con acceso a un armario lleno de tesoros inalcanzables. Juegos de Amstrad como el Barbarian, discos oscurísimos, películas chungas. Todos tuvimos un lugar donde acceder por primera vez a la cultura prohibida; el mío podría haber sido peor.  Ahí vi porno, juraría que por primera vez, pero también joyas de lo antisocial como Taxi Driver, La Haine American History X. Y ahí escuché un cassette sucio con aire maquetero (¿sabía yo lo que era una maqueta?) que me acojonó lo indecible.

La portada era una suerte de fotocopia de una fotocopia de una fotocopia en papel amarillo puerco, como los flyers que reparten los locos paranoicos por las calles de Barcelona afirmando que el Nuevo Orden Mundial está llenando la calle de judíos y homosexualismo. Salía una monja inocente tocando la guitarra y a mí se me escapó toda lectura política, sólo me pareció aterrador. La cinta llevaba por título ‘Therapy of Noise’ y era de una banda llamada, de forma muy acertada, Violent Headache. Telita. La fotocopia tenía fotos dentro, en plan libreto edición de lujo; imágenes de campos de concentración y niños muertos de hambre en África. No sé a mi amigo, pero a mí me daba miedo escucharla. Pulsamos el play y ahí empezó a sonar el infierno: voces guturales, guitarras distorsionadas, baterías locas. Trash, crust punk, noise extremo, mal rollo a paladas. Hoy, gracias a las bondades de la biblioteca universal online, lo pueden escuchar entero en YouTube (la descripción del vídeo reza «a truly classic release indeed!«).

Ahí va el disco entero. Lo siento.

El día que escuché aquella mierda acabó mi infancia. No sabía yo que había tanta maldad en el mundo, tanta putrefacción y sonido agrio y hostil. Lo bueno es que después de aquello nunca me enganché a ninguna banda porque sonasen cantidad de extremos, tío: nada iba a superar aquellos gruñidos y aquella fotocopia amarilla. En mi descubrimiento del punk, el punk rock, el hardcore o el industrial siempre estaban Violent Headache como techo, como barra de medir a la que nunca quería volver a acercarme. Si flipaba con Rammstein no era por duros sino por teatrales, si no paraba con The Offspring no era por rebeldes sino por festivos.

Para que se hagan una idea, el grindcore suele funcionar así: cortes brevísimos, con voces animalescas en las que no se distinguen palabras, mucho ruido, nada de melodía y, para rematar, algún que otro sample de cine gore o porno sucio (en ‘Therapy of Noise’ sonaban discursos de Hitler). Truly classic, indeed.

Yo lo sigo identificando con aquella corriente de nihilismo pútrido de mitad de los 90, con el mito del snuff, webs como ShowNoMercy (una colección de fotos de accidentes, mutilaciones y otros horrores que mis amigos visitaban con asiduidad) o pelis como Holocausto Canibal Nekromantik (que vale, son anteriores, peroen aquella época todavía hacían las rondas con alegría entre la muchachada). El lado áspero y ultraviolento de la vida, al que pusieron banda sonora grupos con nombres tan poéticos como Aborted, Brain Drill, Anal Cunt, Cock and Ball Torture, Dying Fetus, Gore Beyond Necropsy o Napalm Death. Puto mal gusto que no recomendaría a aquellos of a nervous disposition.

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No hay grindcore sin estética de fotocopia y sin sucedáneo de subversión iconográfica.

Por lo visto, los padres del grindcore fueron los británicos Doom. La lógica dictaría que hubieran inaugurado el doom metal, otro subgénero del heavy que no anda corto de espanto, pero no. El doom metal lo parieron, dicen, los Black Sabbath (y no una banda llamada Grind, que hubiera sido un retorcimiento del azar maravilloso) y es como la alternativa subacuática al grindcore: si éste es rápido, con cortes enfurecidos de minuto y medio, el doom metal alarga los gruñidos, distorsiona aún más las guitarras, baja el tempo hasta casi la hibernación y estira las canciones más allá de los diez minutos. ¿Tienes prisa? Mala suerte, haberte puesto una de los Ramones.

A mí el doom metal me da miedo, pero menos. Será que lo encontré ya más mayor o que imagino que me puedo escapar corriendo (el doom metal es un zombie de Romero, el grind uno del Left 4 Dead). Lo veo hasta tierno, con sus temas góticos de funerales, su acercamiento tonto al satanismo y su espesor de hippie colocado. Tiene subgéneros super específicos, cómo no, con nombres como stoner doom, funeral doom, epic doom o, mi favorito, drone doom, que consiste en alargar notas y acordes como si fueras una banda de post-rock o Hans Zimmer poniéndole música a Batman. Escuchen a Sunn O))) por ejemplo, banda recomendable de verdad que ha llegado a colaborar con Scott Walker, de los Walker Brothers.

El drone doom es terror sin prisas.

Todo esto es un poco para hablar de Doom, el videojuego, donde no suenan ni Doom (la banda) ni doom metal (el género), pero sí tiene una banda sonora firmada por Robert Prince cantidad de metal. Metal as fuck, si me apuran. El tema principal, ‘At Doom’s Gate’, es la melodía de despertador del bajista de Anthrax (esto es mentira, que sepamos, pero ojalá). Maldición, el juego mismo, con todos esos demonios y esos misilacos de fuego, es lo más metal as fuck que ha pasado por ordenador alguno. El caso es que dicen las malas lenguas (es decir, aquellas que tienen oídos para comparar) que el amigo Prince se inspiró demasiado en temas de Slayer, Pantera, Alice in Chains, Megadeth o, y aquí está el hilo con lo de antes, Black Sabbath. O sea, que algo de doom metal sí que puede haber, aunque sea por el milagro del plagio. Se va cerrando el círculo.

Taran-taran-taran-taran-tarara!

¿Y dónde entra Chiquito en todo esto? Antes de resolverlo, déjenme recordar algo que debería ser obvio: Gregorio Sánchez Fernández, alias Chiquito de la Calzada, es una pieza clave de la cultura pop española de las últimas décadas. Un grande, incluso. Puede gustar o no pero a ver quién niega el impacto que tuvo (que sigue teniendo) en toda la sociedad. A ver quién se atreve a hablar del post-humor con ínfulas de crítico teorizante sin pasar por su brillante deconstrucción del chiste como narrativa y como acto. A ver quiénes capaz de definir su insondable performance (¿qué coño hacía Chiquito?). Conozco abogados aficionados a la ópera que lo adoran. Doctores que lo adoran. Yo lo adoro. Demonios, vi su infame trilogía (Aquí llega Condemor, Brácula y el dramón social Papá Piquillo) en cines sin planteármelo como una gracieta o una cosa irónica. Si en este espacio defendemos a Chiquito lo hacemos con total transparencia y honestidad.

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Ésta podría ser la moneda de la micronación Inercia.

Dicho esto, metamos Chiquito en el discurso. Los jugadores veteranos de Doom ya lo estarán adelantado: hablamos del mod «chiquito.wad«, un archivo que modificaba el juego para cambiar todos los efectos de sonido por cortes de voz del maestro de la Calzada. Gloria pura. Para mí, sencillamente, no había otra manera de jugar a Doom. ¿Quién quería rugidos y gritos cuando podía ver a un demonio marciano exclamando «¡jarl!» o a un zombie diciendo «no puedorl«? ¿Qué otra manera mejor de acabar un nivel que escuchando, perdonen la transcripción, «e pete can de ninemor»? Con chiquito.wad el modding y la cultura del remix llegaron al mundo del videojuego y, al mismo tiempo, alcanzaron su punto más alto. Quedaos con vuestros mods de Skyrim, con vuestros personajes de Shenmue en Dead or Alive o vuestras cabras en GTA5, yo me quedo con los monstruos que asaltan al grito de «¡te habla un hombre malo de la pradera!».

Esperen, que con un vídeo no va a bastar:

¿Ven como los videjuegos son arte?

El legado de chiquito.wad sigue vivo. Somos muchos los que honramos su memoria e incluso llegó a haber una especie de secuela espiritual con un mod para Resident Evil 4 que «chiquiteaba» a los amables campesinos gallego-latinos. No tenía la misma magia, claro, en parte porque la selección y la mezcla eran más flojunas pero sobre todo porque el punto de partida ya era en sí un poco chiquistaní («¡detrás de ti, imbésil!»). Nunca habrá otro chiquito.wad. Fíjese, padre, que yo tengo muy presente chiquito.wad. Tanto que siempre llevo las orejas abiertas por si acaso oigo algo que lo recuerde y me alegra el día. Y ahí, al fin, volvemos al grindcore.

Detrás de ti, fistro.

Los profes solemos decir que aprendemos más de los alumnos que ellos de nosotros, aunque la mayoría de las veces se dice para quedar bien. Esta vez, sin embargo, lo tengo que admitir: hace poco entré en clase y oí un «¿qué pasa? ¿cómorl? ¡quietorl!» acompañado de guitarrazos que me hicieron pensar al instante en arañas robóticas y BFGs. No era chiquito.wad sino un proyecto hermano: Chiquigrind, algo así como el experimento desquiciado de un músico vasco cuyo nombre desconozco y que combina trallazos grindcore con cortes al azar del Maestro malagueño.

Chiquigrind, discografía completa en dos minutos.

No casa de ninguna manera, no se acompasa, nada cuadra, no parece haber mucho esfuerzo en la mezcla, pero quizá precisamente por eso hace más gracia: hay tal disonancia entre la suciedad y la violencia de la música y el surrealismo y la calidez del humorista que el conjunto adquiere, de repente, una poderosa cualidad adictiva. Fascina por incoherente y desgarbado, por atrevido y forzado. Y, qué coño, porque suena Chiquito haciendo su magia.

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Fotocopias, cómo no.

Chiquigrind me ha reconciliado un poco con el grindcore, me ha hecho ser consciente de su espíritu cafre y desmadrado. Es perturbador y terrorífico sin ser violento y hostil. Diría que ha explotado al fin, de manera oblicua, el potencial subversivo del género. Es fácil (y, vamos a reconocerlo, aburrido) ir de transgresor atacando a la religión, citando la Alemania nazi, embistiendo contra el establishment, pero salir a la palestra con semejante sinsentido, con algo hecho seguramente porque se podía hacer (el motivo más importante para el arte: frente al «no puedorl», el «¡puedorl!»), eso, leñe, es de auténtico destroyer. De destroyer que nació después de los dolores.

Tres canciones, 271. La elección de V

CHIQUIGRIND – I HAVE A VERY BIG HAMATOMAR

@VtheWanderer