V: El año no empieza sin los saltos de esquí, los gossos d’atura y el concierto de Año Nuevo. La selección natural ha fijado estos contenidos televisivos como la mejor manera de superar las resacas del 1 de enero, día paréntesis. En La Inercia, culos inquietos, no nos conformamos con verlos desde el sofá. Qué va. Raudos y dispuestos, nos aventuramos a una interpretación en directo del ya tradicional recital de los Strauss, un poco a ver el qué, otro poco por mono de concierto sinfónico. A inaugurar el 2013 con valses y polkas, como señores.

Raúl: Lo que es la vida: el día 1 (el no-día) uno está hecho un despojo (para echarnos a los perros esos) y el 2 ahí nos vemos entre un público adulto, bien, entendido, aunque todo tenga un toque popular. La tradición nos lleva a un Palau de Congressos de Tarragona, esta vez casi lleno, y tiene algo de limpieza, de purgar los pecados de Nochevieja con un recital algo más elevado y menos animal que nos resetee. Entre señoras emperifolladas y caballeros con abrigos gordos y caros, bromeamos en la puerta. «Vaya peste a porro», me dice V. «Me han dicho que no han dejado entrar a un tío con una litrona», volvemos. Fantaseamos en la entrada con una pelea macarra a navajazos muy puercos.

V: Al entrar nos dan el programa y vemos un poco mejor de qué va la cosa. Ya he leído en casa (gracias, Wikipedia) sobre la tradición vienesa y los tics del acto, como esos bises con ‘En el bello Danubio Azul’ y la ‘Marcha Radetzky’ al compás de las palmas del respetable. Ahora puedo consultar con atención el programa (valses, polkas y arias de Johan II y Josef; el padre quedará, recuerdo, para los bises) y descubrir un poco más las novelescas vidas de la saga Strauss y sus continuas rivalidades y envidias. El padre que quería otra vida para su hijo, el hijo que supera al padre, el hermano que, preso de los celos, quema todos los arreglos de la orquesta familiar. Muy de cine, me digo, ¡y qué bigotones lucían! Toda esta intrahistoria aporta interés a una música de cámara que preveo frívola, imperial, incluso estirada, casi como una farse de aires clasistas.

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El cartel del acto, con el bigote de Strauss II dominando la orquesta

Raúl: Poca épica, pese a lo palaciego y vienés de la velada. Nada de arte mayor de Beethoven o Haendel. La Strauss Festival Orchestra se reúne por estas fechas y ejecuta un repertorio contenido, sobre todo en una primera parte más sobria. Poca candela y cardiaquez (ya ven nuestra pluma finísima de críticos inaccesibles) y escasas melodías reconocibles para los legos en la clásica. Pese a eso, la cosa es impecable, desde la amplia orquesta hasta el ballet en liza. Seduce la soprano Tatiana Tretiak y pronto el director de orquesta, el búlgaro Svilen Simeonov, se va a convertir en showman. Todo es danzarín y elegante, pero la sesión se va a poner heterodoxa por momentos. Es Año Nuevo y no puede faltar el jolgorio y la desinhibición.

V: ¡Y qué desinhibición! Al bueno de Simeonov ya se le ve el disfrute en la cara, pero es al llegar a la polka de los «parlanchines» (‘Plappermäulchen’) cuando empieza la fiesta: con una carraca en una mano y la batuta en la otra, se gira hacia nosotros y nos hace puntuar cada frase con un «¡ha ha ha!». Muy de animador, de «cómo están ustedes», pero la cosa funciona y supone un alivio inmenso ante la pompa que pudiera tener el acto. Nos relajamos y finiquitamos una primera parte más potente en lo sonoro (tremenda interpretación del aria de la risa de Adele, que nosotros no podemos disociar de Florence Foster Jenkins, y de ‘Cuentos de los bosques de Viena’) que deja paso a un desmelene absoluto en la segunda mitad de la noche.

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La orquesta y el ballet en alguna de sus actuaciones (fuente: web oficial)

Raúl: Los gorritos de Papá Noel con los que algunos músicos salen a escena son toda una declaración de intenciones. La distensión se palpa al tiempo en que Simeonov, empático e histriónico, se crece. En ‘Polca del deporte’ aparece con un balón de fútbol (de playa) con el escudo del Barça y un silbato para hacer de árbitro. Dos músicos se baten en duelo sacando sendas banderas del Barça y del Madrid. Cuando ondea la merengue, la platea pita y Simeonov enseña tarjeta amarilla y hasta roja al músico responsable. En ‘¡A la caza!’, el director sale con un rifle y acaba la pieza simulando la captura de un pajarraco de peluche que entra en escena. Todo son guiños con sus músicos y con un respetable espoleado que cada dos por tres se arranca en palmas. El Palau es una fiesta. A estas alturas, la supuesta altivez de la clásica está más que dinamitada.

V: Aunque los juegos no pasan de la broma blanca y obvia, son bien recibidos y por momentos nos creemos en aquel ‘Conciertazo’ de La2. El ballet (5 parejas que cambian vestuario en cada aparición) da el toque cinético al asunto y también se permite participar de la jarana, como en la polka del champán (aquí, cava), en la que danzan copa en mano y cierran descorchando. Simeonov no duda en calzarse su ración y sonríe de nuevo. Parece un tipo afable y bonachón, lejos del estricto rictus que se le espera a un director de orquesta. Ahora sale, ahora entra, cada vez con una chanza diferente, siempre buscando el aplauso. En una de éstas trae a la soprano, que finge borrachera para otra aria de ‘El murciélago’. Queda poco para el fin y, aunque hace rato que las polkas y los valses me suenan todos iguales, la pericia técnica del conjunto y las constantes rupturas me tienen embelesado.

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En serio, ¡qué bigotón! ¡Bigote-patilla!

Raúl: Hora, pues, de las joyitas y el turno de los bises, que sólo el concepto ubicado en un recital clásico ya choca y da risa. La soprano Tretiak sorprende con un regalo. La bielorrusa canta el villancico ‘Fum, fum, fum’ con un catalán impecable, un guiño facilón que acaba por ganarse al público, por si quedaban dudas (se sabe la letra mejor que nosotros, a decir verdad). El ballet acaba de derrochar su sincronía con ‘El danubio azul’, el enésimo vals de la noche, y el broche innegociable corre a cargo de la Radetzky, donde toca de nuevo hacer palmas. Simeonov, ojo, no ha bajado marchas. No sé yo si es muy normal que el director se ponga (¡se rebaje!) a tocar un instrumento, pero agarra un timbal que pone el toque a una orquesta que no ha dejado de sonar espléndidamente pese a esa agradecida deriva circense.

V: Al hombre se le ve un brío incontrolable en este cierre y seguro que le sabe mal que el concierto acabe. Lo imagino arengando a sus compañeros de orquesta en el backstage, «¿qué, vamos a por unas birras?»,  con el subidón aún en el cuerpo. Nosotros salimos con algo de ese ánimo y esa alegría, que por otra parte nos ha purificado. Miro a Raúl y veo la resaca retroceder en sus ojos; yo debo de andar igual. Hemos compensado nuestros excesos y casi podríamos lucir frac y bigotón con porte digno. Una cosa menos, me digo al salir. El año que viene, si eso, los perros.

raúl y V the Wanderer