I

Lo primero que llama la atención a un visitante al llegar al aeropuerto de Copenhague son los carteles de bienvenida: acaba de llegar al país más feliz del mundo. Lo que no sé si es muy tranquilizador. En El contenido de la felicidad, Fernando Savater escribe: «Felicidad es aquello que brilla donde yo no estoy, o aún no estoy o ya no estoy. Para ser feliz tendría que quitarme yo” [la cursiva es de Savater].

Eludiré por un momento la observación del filósofo vasco: pongamos que la felicidad es aquello que brilla donde yo estoy. Y ahora mismo estoy en Copenhague, donde no brilla el sol pero sí la felicidad. Lo que tampoco me convence, aunque sí parece hacerlo a 5,5 millones de daneses. Según las encuestas, claro.

II

La bobada del país más feliz del mundo viene de largo, como muchas bobadas que se propagan alegremente por los medios cuando estos no actúan como deben: de filtradores de bobadas. Su genealogía – la de la bobada – se puede encontrar en el estupendo libro del periodista británico Michael Booth, The Almost Nearly Perfect People, al que me remito para esa y otras bobadas sobre los países escandinavos.

Cuando recibí la noticia de que Dinamarca era el país más feliz del mundo me vino el mismo pensamiento macabro que a Booth: en uno de los países europeos con las tasas más altas de suicidio, alcoholismo y consumo de antidepresivos es normal que, por omisión o colocón, los encuestados respondan que son felices.

Pero basta de hacer sangre con los daneses, que suficientemente tienen con el sambenito que les han colgado: ser felices no se lleva con facilidad ni felicidad. Pero si uno hurga un poco por debajo de la arena encontrará siempre razones para ser feliz (en Dinamarca y en cualquier sitio). Aunque sea quitándose uno: porque ya se sabe, la felicidad es siempre un estado del pasado (a eso aludía Savater). O del porvenir, como expresa tan bien el dicho alemán: Die Vorfreude ist die beste Freude (algo así como que la alegría por lo que viene es la mejor alegría).

Y, sobre todo, la felicidad es de cada cual. Y no de un colectivo. Eso de atribuir cualidades individuales a un colectivo es un abuso que debemos a las ideologías holísticas del siglo XIX. Las mismas que regaron de sangre – y no de felicidad – el siglo XX.

III

Copenhague es una ciudad marítima. Y cuando digo marítima no me refiero a una ciudad costera como Barcelona (o mi natal Tarragona). Es una ciudad de mar, bañada por dos mares; abierta en canal, por la mitad. Un paseo por Copenhague es como pasear por islas. Como observó Josep Pla al llegar al país nórdico: «Dinamarca es un país de islas». Copenhague, también.

También es una ciudad de viento. Cuando llegué por primera vez, en diciembre de 2014, el viento no dio tregua ni un minuto hasta que me fui, tres semanas después. No sé si ese viento tiene nombre propio como el Föhn austríaco que tantos dolores de cabeza me dio en Innsbruck. Pero es un viento tan puñetero o más como el austríaco, aunque con diferentes matices: es endiabladamente frío y húmedo, capaz de convertir el invierno en un auténtico infierno si uno tiene el valor de salir a la calle. Quizá exagere. Aunque bien me temo que el que exagera es el viento.

IV

Desde un principio, Copenhague me pareció una ciudad acogedora, con gente servicial hacia el forastero. Uno siempre habla en términos comparativos: Múnich, mi destino anterior, era una ciudad de huraños cabreados (como en muchas otras ciudades alemanas; da igual el tamaño). En Copenhague me sorprendió – hasta me sentí amenazado – que nada más llegar una pareja, sin que yo les preguntara, se prestaran a señalarme dónde se encontraba el hotel donde me hospedaba. Y no sólo me lo señalaron: me acompañaron una parte del camino y se interesaron por lo que me había traído aquí. Y eso no sé si hace feliz a cualquiera. Pero a mí me hizo sentir cómodo.

Claro que esto no deja de ser una impresión mía, que contrastará siempre con la experiencia individual de cada uno. Puede que los daneses de Copenhague sean muy suyos, como dicen los que no son daneses. Muy cerrados e incluso desconfiados con los forasteros; aunque luego no tengan reparo en enseñarte la intimidad de sus casas, a la vista de cualquiera que pasee por sus calles o mire por la ventana de casa (y sorprenda al vecino semidesnudo). Esto, viniendo de un país donde la gente acostumbraba tradicionalmente a husmear entre visillos, no deja de llamarme la atención (y sí, lo primero que hice cuando me instalé en mi primer apartamento fue comprarme unas cortinas bien gordas y oscuras).

V  

Siempre me he sentido cómodo en ciudades abiertas al mar y nacidas al socaire del comercio. Ya di cuenta de ello en Hamburgo y doy cuenta de ello, ahora, en Copenhague, cuya etimología me parece admirable: bahía de los comerciantes (Købmandshavn, del que derivó København, en el actual danés). La mitología marina, tanto vikinga como griega, está presente por todas partes; sobre todo en los parques. Resulta enternecedor, por cierto, en este mes de junio, ver a los recién graduados celebrar el fin de curso con sombreros de marinero, listos para el embarque (aunque, generalmente, con escala en el hospital, por coma etílico).     

Copenhague le arrebató la capitalidad a la vikinga Roskilde en el siglo XV y fue la cuna de la Dinamarca renacentista, que la hubo, gracias al rey Christian IV (que como todo gran rey la alzó hasta lo más alto y luego la hundió hasta lo más bajo).  El Renacimiento sólo podía prender en una ciudad de comerciantes, donde siempre fluye con facilidad el intercambio de ideas. Las culturas cambian gracias al intercambio. Y como todas las grandes urbes europeas, Copenhague ha cambiado y seguirá cambiando. Pero hay algo que se mantiene: su cosmopolitismo, su dinamismo, su rebeldía frente al campo y los provincialismos de toda laya y lacra (que también los hay aquí). Un remanso de lucidez contra la xenofobia y los extremismos.  Un bastión proeuropeo cuando las aguas del euroescepticismo amenazan con ahogarnos y enviarnos, de paso, a la casilla de salida de nuestras miserias del siglo XX.

Confío en Copenhague. Y miren: a veces también soy feliz aquí. Estas estampas van de eso.