1. ¿Cuánto hace que pasas un día entero sin ver una pantalla? Es lo primero que pregunto a mis alumnos de Comunicación y las conclusiones coinciden: casi todo lo que nos pasa, lo que nos importa, nos llega hoy mediado. Es la teoría de la media life del académico Mark Deuze: no vivimos con los medios sino en los medios. Como el agua que se vuelve invisible para los peces que no conocen otra cosa, el papel de los medios (prensa, redes sociales, entretenimiento) en nuestras vidas es tan cotidiano que lo olvidamos.

2. Perderse en batallas entre apocalípticos e integrados no parece muy productivo. Como avisa Geert Lovink en Tristes por diseño. Las redes sociales como ideología, ya no hay regreso posible a un tiempo “antes de internet”. Nos toca aprender a nadar. Para poder vivir en esas aguas, para tener una media life buena, hace falta lo que se ha llamado alfabetización informacional o mediática: saber cuándo y por qué necesitamos información, dónde encontrarla y cómo evaluarla, utilizarla y comunicarla de manera ética. Ser capaces de pensar críticamente y hacer juicios equilibrados a partir de ella.

3. En mis días más pesimistas, pienso que la alfabetización mediática ha fracasado. Que hemos insistido tanto a la gente en que no se tiene que creer todo lo que ve en los medios que ha pasado a no creerse nada. Que el bulo ha desbancado a los datos y la información. Que un mensaje de tono escandaloso reenviado por Whatsapp tiene más credibilidad que una nota de prensa. Hemos fracasado porque no hemos insistido lo suficiente en que el sano escepticismo empieza por uno mismo: debo desconfiar de lo que acepto, de lo que me creo sin reflexión, de mis propios sesgos. El problema con la gente que no se examina a sí misma, dice la filósofa Martha Nussbaum, es que es fácilmente influenciable.

4. Hemos fracasado porque no queremos admitir que todos somos falibles, que necesitamos el examen de los demás para corregir nuestros deslices y puntos ciegos. La verdad, avisaba Bajtín, se revela en la conversación. También la democracia y el conocimiento deberían funcionar así. El psicólogo Ramón Nogueras, en su libro de provocador y claro título Por qué creemos en mierdas, avisa de que nadie está a salvo de disonancias cognitivas o sesgos de confirmación. De que todos podemos caer, en un día tonto, en la más tonta de las conspiranoias. Es un chiste sobre las noticias falsas largamente repetido, pero no por ello menos cierto: “¿cómo puede ser mentira si dice lo que pienso?”

5. Hemos fracasado también porque nos conformamos con sentirnos informados, con aparentarlo. Es fácil creer que, como Neo en Matrix, nos conectamos unos segundos a internet y ya sabemos kung-fu. O entendemos estadísticas y números. Un ejemplo: hace diez años, todo el mundo seguía a diario la prima de riesgo como el que sigue el parte meteorológico y daba lecciones en bares; hoy, pide a alguien al azar que te la defina.

6. Hemos fracasado porque leemos cada vez más rápido y prestamos menos atención. Se suele acusar de esto a los jóvenes, pero creo que es un cambio global: estoy rodeado de gente de mi edad o mayor que lee rápido y mal y cree, con perdón, mierdas. Esto va relacionado con lo anterior: no prestamos atención porque nos conformamos con poco para sentirnos expertos. O como se repite desde el Tao Te King: “los que saben no hablan, los que hablan no saben”. Bertrand Russell lo reformulaba así: “gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. El problema es que todos nos creemos en el campo de los segundos, en lugar de admitir que siempre habrá algo en lo que seamos ignorantes. Siempre necesitaremos leer y escuchar con atención; a poder ser, textos completos en lugar de titulares o tweets.

7. Hemos fracasado, y esto es lo que más asusta, porque a veces sabemos y preferimos fingir que no lo hacemos. Pocas cosas son más de estos tiempos que la gente que decide no saber, que finge perplejidad ante los argumentos que no comparte. Un par de memes y un vídeo de YouTube nos valen si nos dan la razón o se la niegan al que creemos rival, como si la realidad fuera una partida de ajedrez. Pero la realidad es terca y, aunque no creamos en ella, se niega a desaparecer, como no desaparece la enfermedad del que no va al médico para que no le saque males.

9. Este hacerse el tonto tiene mucho que ver con el odio mediatizado. Documentos internos de Facebook, por ejemplo, revelan que la red conoce su efecto: “nuestros algoritmos explotan la atracción del cerebro humano por la división”. Si hace poco el periodismo abusaba de los “zascas”, hoy los titulares están llenos de gente que “estalla”. Estamos usando el ágora para gritarnos cada vez más fuerte y los medios y pirómanos sacan tajada: advertía hace poco la ONU de un “tsunami de odio” disparado por el coronavirus. En 1984, de George Orwell, los ciudadanos tenían que gritar cada día durante “dos minutos de odio” contra imágenes televisivas de un enemigo inventado, para beneficio de los que dirigían el odio tras las cámaras. Mar revuelto, ganancia de pescadores.

9. En su reciente libro El periodisme digital amb valor, el periodista tarraconense Enrique Canovaca avisa de que el modelo económico actual de la prensa la ha devaluado y es insostenible. Nos ha llevado al ruido, el sensacionalismo, la polarización, y la dignidad sólo volverá si los lectores así lo piden. Añadiría que no sólo hemos de volver a exigirle a la prensa: nos tenemos que exigir a nosotros mismos. No podemos seguir alegando ignorancia. Tenemos buena alfabetización mediática y es hora de usarla: sabemos usar los medios, leer entre líneas, buscar en Google para desmontar una fuente falsa, dudar de nuestros propios sesgos. Negarlo es ser cínico y preferir el ruido a la verdad, el odio a la convivencia. Habrá que ser responsables y aspirar a una vida (una media life) que merezca ser vivida. Yo empezaría por no gritarle a las redes.