Morir no resulta tan grave si uno tiene vidas extra en la recámara. La muerte sólo es muerte si es irreversible, si es el fin absoluto de nuestro tiempo; todo lo demás son inconveniencias puntuales. ¿Que le pasa por encima un tren de mercancías? ¿Que se cae usted por un barranco? ¿Que le asalta una aberración espacial al final de un pasillo oscuro y le cercena, sin demasiada mano quirúrgica, la tiesta? No pasa nada, recarga usted partida y arreando. Por ello, se puede poner uno torero y afirmar que el videojuego es el objeto cultural que mejor ha capturado nuestros anhelos: ninguna otra forma ha perfeccionado tanto la ilusión de dominio del tiempo, ninguna otra ha hecho de la muerte algo tan esencial y a la vez tan superable.

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La creación, el arte o como lo quieran llamar, se puede reducir malamente a tres funciones: la fantasía de poder (el desquite, poder hacer aquello que en la vida real se nos escapa), el ensayo en entorno seguro (aprender y probar sin miedo al error) y la aproximación a lo inefable (hablar de aquello que escapa al lenguaje). De los videojuegos se suele afirmar que  se especializan en lo primero aunque yo, cuando me pongo las gafas de analista académico, insisto en un matiz: son fantasías de poder y también (¡subraye!) de impotencia.

La clave de un buen discurso jugable está en lo que nos permite hacer, lo que nos impide hacer y lo que nos obliga a hacer. Sin límites no hay acción, sin obstáculos no hay reto, aunque el pacto implícito con el jugador es que estos se pueden superar. El atractivo de un laberinto es que tiene salida. Ahí está, en parte, la clave de la muerte en el videojuego: actúa como impedimento a superar subrayando nuestra impotencia, pero al final casi siempre se nos da el inmenso gustazo de negarla.

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Morir (y matar) en un videojuego es un acto cotidiano, igual que quitarse el pijama o soltar sandeces en Twitter. Como Phil en su Día de la Marmota, el jugador repite una y otra vez la misma situación hasta que sabe pillarle los cuernos al toro; como Homer Simpson, puede echarse atrás cada vez que la diña y decir aquello de “no valía, ésta era de prueba”. Ahí tienen la segunda causa: el ensayo sin consecuencias reales. Morir y matar de mentirijillas. Como dice nuestro obituario en los Resident Evil: “You’re dead. Retry?

El tiempo en un videojuego avanza en bucles, hace círculos y se reescribe constantemente. Jugar, fallar, recargar, reescribiendo los hechos hasta ganar. The Legend of Zelda: Majora’s Mask presenta un mundo a tres días del apocalipsis para luego permitir el regreso al primer día tantas veces como se quiera. Prince of Persia: Sands of Time regala al jugador un rebobinado (limitado) para corregir sus aparatosas defunciones. Braid, bueno… Braid desmonta el tiempo hasta tal extremo que lo hace irreconocible; en él la muerte no es más que una imagen congelada de su protagonista patas arriba apremiándonos a pulsar el rewind. Jugar es entrar en universos virtuales donde la muerte es un fastidio temporal, donde el tiempo se construye a base de extrañamiento y distancia y se hace, en un sentido freudiano, siniestro. Sin linealidad, sin tiempo natural, no hay final. No hay muerte.

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Hay cierto consenso en los círculos académicos en entender el videojuego como dos mitades complementarias: lo funcional (el sistema, el reglamento) y lo ficcional (la estética, la apariencia). Lo que algunos llamamos ludonarrativa. Un buen discurso jugable surge de la conjugación sabia y meditada de ambas partes, que lo que se nos pide hacer tenga sentido dentro del mundo y de la historia que estamos viviendo. Que si le ponen a usted a los mandos de un guerrero mitológico furibundo le pidan, precisamente, guerrear y furibundear. Así, nos podemos poner a matizar la muerte y distinguir dos tipos: la muerte funcional y la muerte ficcional. La primera sería el consabido “game over”: todos entendemos que nos “matan” cuando las piezas de Tetris se acumulan hasta el techo o nos pasamos del tiempo límite en una carrera, por mucho que ningún forense firmaría esos hechos como causa de defunción. La segunda es la representación estética, o sea, que tenga aspecto de muerte-muerte, con sus evisceraciones, sus estertores y toda la carga audiovisual que conlleva el óbito.

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Si el videojuego niega la muerte en sus mecanismos, es en esa suma entre lo lúdico y lo narrativo (o estético) donde ésta puede recuperar valor discursivo. Morir y matar, gracias al ingenio ludonarrativo de los diseñadores, puede tener significado más allá de eliminar obstáculos o de repetir secciones, de responder sí o no al dichoso “retry?”. Valgan algunos ejemplos: recuerde Lemmings, donde para salvar a la mayoría del grupo debíamos sacrificar puntualmente a algún individuo; pruebe Pikmin, uno de sus herederos más directos, en el que enviamos a simpáticas criaturitas a una muerte segura para lograr nuestros egoístas fines. ¡Qué penita da oír sus lamentos agónicos y ver sus fantasmas evaporarse! Juegue a Metal Gear Solid 3, donde uno puede evitar matar si domina el sigilo y, si aún así decide hacerlo, habrá de vérselas con los espíritus de sus víctimas en una suerte de limbo dominado por The Sorrow, un enemigo final al que no se puede derrotar porque ya está muerto. Asuma el papel de Raziel en Soul Reaver, que primero fue vampiro y luego espectro (derrotando así dos veces a la parca) y puede pasar del mundo de los vivos al de los finados a voluntad. Ser derrotado en este juego (la muerte funcional) sólo implica un regreso forzoso y temporal al segundo mundo. Juegue a Fire Emblem, una suerte de Risk con tintes melodramáticos, y acepte que la defunción de cualquiera de sus soldados es permanente (“permadeath”, la llaman) y que si lo pierde, su subtrama quedará truncada para siempre. Viaje a Dubai con Spec Ops: The Line, una reinterpretación jugable del Heart of Darkness de Conrad que le pondrá frente a frente con las víctimas colaterales de sus matanzas digitales.

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Si aún quiere ir más allá, zambúllase en tragedias interactivas que le obligarán a presenciar fallecimientos inevitables (spoiler, etcétera): Final Fantasy VII, Red Dead Redemption, The Walking Dead, The Last of Us, Max Payne, Halo: Reach, Castlevania: Lords of Shadow, Heavenly Sword, Save the Date, el citado Metal Gear Solid 3… Muertes vividas en primera o tercera persona, muertes interactivas o narradas en cinemáticas, pero todas ellas muertes que suponen un punto forzoso en el viaje. De nuevo, la impotencia.

Y es ahí, en estos y otros ejemplos de conjugaciones ludonarrativas, donde encontramos al fin la tercera función de la cosa artística: el acercamiento a lo inefable. En este baile de falsas satisfacciones, de potencias insignificantes e impotencias negociables. En este experimentar la muerte, vivirla, causarla, repetirla. En el hecho, tal vez frustrante y obsesivo, de que usted siempre podrá volver a empezar desde el principio o cargar partida y enfrentarse a la pálida dama una y otra vez, como si el caballero de El séptimo sello pidiese revanchas infinitamente, muriendo y renaciendo con cada jaque mate.

Tres canciones, 273. La elección de V

SAVE HEAVEN (RESIDENT EVIL 2002)

@VtheWanderer

(Esta entrada apareció originalmente en el número 1 de la revista Láudano, de la que ya les hemos hablado en la radio y hasta fue premio Comunicación Bien. Ahora estrenan versión online, échenle un vistazo a la de ya.)