Ahora gasto los domingos trabajando. Antes, años de universidad, jugábamos pachangas futboleras con informáticos y rumanos. Algo antes, combatíamos con música esa melancolía perezosa dominical que se arremolina en la cabeza bien entrada la tarde. El asunto era a las ocho en La Vaqueria. He dicho música, pero me quedo corto. Porque cuando Paco Enlaluna se subía al escenario en una nueva sesión de ‘Un domingo en la luna’ podía pasar cualquier cosa.

Lo que pasaba eran canciones, anécdotas, disparates, versiones, improvisaciones, a veces casi performances. Nada snob, por favor, que la duda ofende. Lo que pasaba eran unas ‘jam sessions’ divertidísimas por lo informal: alguien del público subía a cantar si le apetecía, podían venir invitados y, en esencia, el topicazo de la cercanía en las salas pequeñas deparaba grandes momentos.

De aquellas tardes recuerdo la luz bohemia, la calidez entre un público dispuesto en mesas con velas y algunas cervezas, sentado en el suelo en plan hippi si se terciaba, como cuando Lisa Simpson fue a un recital de poesía con gatos recostados en las mesas. La situación tenía algo de burbuja privilegiada que entregaba algún momento mágico. Al segundo domingo, la complicidad ya lo empapaba todo.

Era, aventuro, lo más cercano a descubrir a Krahe y Sabina en La Mandrágora en los 80, y algo no enteramente distinto al formato del café-concert, a ver foguearse a un púber Ismael Serrano en la Sala Galileo Galilei o a Pedro Guerra buscar su sitio en el Libertad 8. Con una diferencia sustancial: la descaradísima ausencia de presión. Paco Enlaluna, con su Bonavista natal siendo sólo un recuerdo lejano, venía precisamente de patearse todo ese circuito de salas madrileñas, antes obligado peaje para el cantautor de guitarra de palo que, en terminología triunfita, iba en busca de su sueño. Ahora, con la industria vuelta del revés, eso ya no tiene demasiado sentido.

El escenario de La Vaqueria, en soledad

Los conciertos de Paco Enlaluna tenían mucho de esa mirada irónica, que no cínica, del que lo apuesta todo por alcanzar el éxito y no lo logra o se queda a medias, seguramente y parafraseando al propio Paco, por no haber querido tragarse las consignas de la gran máquina. Experiencias, al fin y al cabo, en una maleta transhumante llena de canciones viajadas hechas en Tenerife, Madrid o París.

Aquellas tardes era descubrir unas letras que hablaban del menú de la soledad, que no es otro que macarrones con tomate (¡un día una chica se presentó un día con un plato!), de la resaca, del porno para el insomnio, de Octavo de EGB, de las crisis de la madurez, de las remembranzas de antiguos amores, o de los malentendidos tragicómicos entre la amistad, el sexo y el amor, o viceversa.

Luego estaba el humor. Recuerdo los dardos a Bisbal, Chambao, Manu Chao o Antonio Orozco. Recuerdo el día en que un capullo le recriminó que cantara en castellano y él le respondió interpretando la excelsa ‘Josep i José’, un maravilloso antídoto para falacias, estereotipos y recelos ancestrales alrededor de la inmigración (¡imposible decirlo tan bien en tan poco espacio!).

Recuerdo la técnica surrealista del cadáver exquisito con la que culminaban las sesiones: esto es, Paco repartía papel y lápiz y cada miembro del público escribía un verso, parida o no, sin leer lo que habían puesto los otros. Luego él lo cantaba y le ponía música sobre la marcha. Recuerdo los kazoos, los silbatos, las versiones de ‘Marieta’, los coros, las segundas voces de Noelia.

Paco y sus armas

La cosa se destartaló con el espectáculo hermano ‘Un equilibrista en la luna’, una continuación más perversa y desbocada en la que Paco compartía tablas con Juantón el Equilibrista, cantautor barcelonés, cómplice, compañero de ideario y ex esporádico de la radiofórmula. Recuerdo el día en el que rompieron sobre el escenario un contrato que tenían firmado con no sé cuál discográfica o la noche surrealista en la que en una fiesta de Onda Cero en La Vaqueria ¡Jaume Balagueró acabó cantando ‘Sin documentos’ con ellos!. Luego llegó el desgaste, el estancamiento de ver siempre las mismas caras y la obligación de cambiar de formatos, de crecer. Paco y Juantón siguen, por supuesto, en la brecha, sin más hábitat que un bar ni más arma que una guitarra.

Me quedo, por resumir, con una anécdota entre las decenas que ellos explicaban: dos músicos de Ketama (habían coincidido con ellos en giras por las Españas) en el escenario, antes de un concierto, preparándose unas rayas. Uno de le dice al otro: ‘Hay que ver… toda la vida metiéndonos y no nos hemos enganchado’. Así eran esas tardes, a caballo entre el show, la rumba y la canción de autor, alternativas a la modorra, al carrusel deportivo y a la quiniela que no nos libra del trabajo. Vistos desde un domingo en la luna, los lunes parecían distintos, livianos, mejores.

raúl