Esto va de paredes, tochanas y límites territoriales, pero no será lo que parece. Vuelvo al teclado para celebrar lo que debería ser una rutina: que mis obsesiones y mis tonterías enquistadas lleguen con fluidez y regularidad al Senado, qué menos cuando uno se pone a reclamar cosas que le perturban desde chaval. ¿Que llegue al Congreso? Todo se andará, y hasta a Estrasburgo, que es barnizar la situación de una pátina de autoridad y trascendencia innegable. De momento, que el Senado trabaje ya es noticia, y que lo haga en torno a este tema más aún.

Hace unas semanas, con la soleada España jugándose el pellejo en horas gravísimas, la Cámara Alta reclamó al Gobierno que se represente la situación geográfica y política de las Islas Canarias, tanto en los mapas de libros de texto como en las publicaciones oficiales de la UE. En la iniciativa, presentada por Nueva Canarias y enmendada por el PP, se insta al Gobierno a hacer una recomendación a las comunidades autónomas en este sentido. Porque la duda de raíz es clara: ¿dónde carajo está Canarias en el mapamundi? El archipiélago aparece mal o no aparece, como afirma la senadora de Nueva Canarias María José López Santana, que critica que las islas sean situadas «en un enclave artificial al sur de las Islas Baleares».

Es ahí donde la trama entronca con mi delirio infantil. Lo que Santana llama enclave es en realidad un recuadro, y lo que es un recuadro yo lo llamaba muro. Sólo había que mirar con nueve o diez años un mapa del tiempo de cualquier canal generalista para ver cómo ahí, sobre África, en pleno Mediterráneo, se dibujaban las siete islas en cuestión, delimitadas por unas líneas. Ese pedazo rescatado artificialmente de enfrente del Sáhara se había colocado frente a las costas de Almería y Alicante. Se nos negaban varias realidades geográficas: que Canarias se emplaza realmente muy para abajo (o hacia el sur, que dirían los sibaritas de la latitud), cerca de Mauritania, y que esas islas no eran Fort Boyard y no estaban en realidad rodeadas, como en una prisión, por un inmenso muro, que desafiaría a cualquier macroconstrucción china o catarí y que sería el escenario ideal para una película de ciencia ficción, como ‘Waterworld’.

En este gráfico se justifica, sólo un poco, mi delirio infantil:

De ahí que yo creara en mi imaginario la idea del muro quasirectangular canario, básicamente porque, sin buscarlo, son los departamentos de meteorología quienes acaban esculpiendo los mapas que se nos quedan en la mollera y que se moldean también en el colegio, incluso alentando algún nacionalismo por un argumento clave: que quede bien sobre el mapa político la diferencia de color entre un país y otro. Pero yo no estaba solo. Antes de que el tema llegara al Senado se habló de él, con más o menos rigor, en un hilo de Meristation. Había gente que pensaba, que percibía igual que yo, y que había acuñado una distopía geográfica, con Tenerife a unos 300 kilómetros de distancia de Ibiza y con El Hierro y La Gomera casi alineados, en el litoral africano, con Ceuta y Melilla. Desde la Pangea no se dinamitaba tanto la concepción real de la Tierra.

Luego la situación cambió. El esperpento del mapa anterior no se arregló por completo, pero se maquilló. El muro seguía existiendo, pero las teles acercaron a las Canarias a su ubicación auténtica. Creo que hasta dieron con el Meridiano bueno, aunque siguieran bastante por encima: ahora estaban ya en la inmensidad del Atlántico (bien), cerca de la puntita de Portugal, el Cabo de San Vicente. En sus pantallas, fue un simple transporte, de derecha a izquierda, de las islas, una cuestión de grafismo y realización que solventaba en parte el agravio de los canarios. Aquí se ve:

Para calibrar la magnitud de la tragedia, un dato. Hay que comprender que la distancia que media entre las islas de El Hierro y la de Lanzarote (612 kilómetros) es mayor que la que hay entre Madrid y A Coruña (597 kilómetros). La solución menos mala es la que se sugería en ese último mapa, después de que el Congreso de los Diputados aprobara por unanimidad esa ubicación recreada, al suroeste de la península. Fue en diciembre de 1994, cuando el tema llegó esta vez a la Cámara Baja por iniciativa socialista. El PSOE alegó una «visión distorsionada de la realidad geográfica nacional». Fue un apaño en el que hasta intervino el Instituto Geográfico Nacional, que incorporó el cambio (el archipiélago saltaría de derecha a izquierda) en sus cartografías oficiales.

Aquello sólo fue un parche, un brindis al sol, como las mociones de un pleno, una simbología vana. Tampoco hicieron demasiado caso los servicios de meteorología de las teles. El engaño siguió, sobreponiéndose a reformas y contrarreformas educativas y a informes PISA. La solución plena incluía alargar excesivamente los mapas, cogiendo un buen trozo de África. No se aplicó de forma generalizada en 1994 ni tiene pinta de que se haga ahora, arriesgándose así a que miles de chavales sigan creyendo, a través de la tele, que existe un muro entre España y las Canarias bien tocho, que se puede ver incluso desde el espacio; un gran error de apreciación en el que generaciones de españoles siguen educándose. El tema no parece que haya estado encima de la mesa en las negociaciones para la moción de censura ni figura aún en el ‘top ten’ de máximas preocupaciones ciudadanas en la encuesta del CIS pero sí se plasma en Forocoches, termómetro certero de estos desvelos cuando alguien pregunta: «¿Cómo hacen los barcos para superar la barrera de coral que rodea las islas?».

Llegados a este callejón sin retorno ni más recorrido de geografía ficción, me permito sugerir una solución (acaso una propuesta para una proposición no de ley) que seguirá siendo parcial pero que al menos dota de dignidad a nuestro territorio de marras en su menoscabo congénito y lo libera de los grilletes de esa construcción mental compartida por muchos, a veces en silencio, a veces durante décadas. Sólo hay que cambiar el ángulo, empoderar tanto a las siete islas afortunadas que nos vengamos arriba y acaben siendo ocho: ahí ven la octava, la legendaria San Borondón, que va y viene, inexistente, falsa, real y visible en la niebla, fantasmal, febril, guadianesca. No se ve un carajo de la península, allí al fondo, pero se respetan las proporciones, la singularidad de los pueblos y hasta a la madre Tierra.