Tosca, el personaje y la obra, son icono de la ópera, así que cuando uno se les acerca por primera vez se siente espectador pequeño. Contribuye a ello que Quico, mi Virgilio personal en este arte, la presente como su ópera favorita y que no dude en tildarla de «perfecta». Poca broma. Con esa anticipación me acerco al Principal, dispuesto a que el drama de la diva italiana me atropelle y supere.

Antes de la función caliento motores compartiendo cafés con Amics de l’Òpera y disfrutando de las anécdotas que me cuentan, como la de esos tramoyistas que quisieron vengarse de la Caballé en una ‘Tosca’ y, al suicidarse desde el balcón, la hicieron rebotar ante el público. Aquí también hay errores y leyendas urbanas, y me encanta.

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Vamos a nuestro palco en el primer piso, desde el que tenemos vistazas, y la orquesta da el disparo de salida con el dinamiquísimo tema del fugitivo Angelotti. Casi parece que vayamos a ver un serial de aventuras o un noticiario bélico. La sinfónica de Palma da cuenta con soltura de unas composiciones complejas, ricas en leitmotifs y usos narrativos: Puccini es un maestro de la orquesta, a la que cuida tanto como a las voces, y ‘Tosca’ es una fiesta instrumental.

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El primer acto presenta las piezas clave de manera ágil, incluso con un toque cómico, y los intérpretes parecen estar disfrutando al máximo. César Guitérrez es Cavaradossi, el pintor enamorado, Ismael Pons es el malvadísimo Scarpia y la italiana Fiorenza Cedolins pone cara y voz a la gran protagonista. Los tres forman un conjunto sólido y equilibrado, con mucha personalidad. Ismael Pons es un villano con presencia y estética casi de cómic y convence, aunque me informan de que en la sesión anterior el papel fue para el balear Joan Pons, quien se despidió de las tablas y dominó como nadie.

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El acto acaba con un ‘Te Deum’ multitudinario, excesivo, de cabriola formal. Las tablas se desbordan con coro, voces principales y figurantes; la orquesta hierve. Me fascina la manera de integrar la música sacra, tanto en el fondo como en lo estructural, dentro del relato operístico; casi una jugada metatextual o una conversación entre dos de las formas dominantes de la música occidental.

Acaso por ello, Tosca es una representante perfecta del sentido de la belleza de occidente, principal valor artístico que se construye a base de excesos y dimensiones inabarcables. Occidente es monumento, catedral, misa multitudinaria de muertos, orquesta sinfónica levantando muros de sonido. Una buena ópera, y ‘Tosca’ lo es, tiene mucho de carga de caballería. Yo, pese a ser más de minimalismos e imperfecciones asiáticas, no puedo evitar quedarme tonto.

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Tras el descanso, las cortinas nos descubren un Palazo Farnese en el que transcurre todo el segundo acto y que tiene un aspecto estupendo. La escenografía revela su truco: todos los elementos de la obra están preparados para este palacio, el primer y el último acto están construidos a partir de piezas y reciclajes de aquí. La jugada se hace especialmente dolorosa en el último, un erial estético con marcas en el suelo y cables de los que cuelgan cuatro deslucidas estrellas. Cutre, pobre, desabrido. Tan grave es la cosa que voy a acabar teniendo que poner mucho de mi parte para que lo escénico no me estropee lo musical.

El segundo acto, decíamos, es el motor dramático de la obra, con una Tosca que pasa de diva caprichosa e insoportable a maquinadora inteligente, un Scarpia que pone los pelos como ídems (perdón) y unas líneas de canto fluidas y poderosas. Sólo se interrumpe el fujo con un aria algo gratuita pero hipnótica, la famosa ‘Vissi d’arte’; a una pieza así se le perdona interrumpir cualquier cosa. En el resto de escena las voces se mezclan y entrelazan, con Tosca, Cavaradossi, Scarpia y sus secuaces entrando y saliendo, apuntalando una lucha física y verbal que acaba con sangre.

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El dramón se remata con un tercer acto fatalista, una escabechina truculenta que confirma el carácter de tragedia mayúscula de la obra. El punto álgido llega con el aria de Cavaradossi, ‘E lucevan le stelle’ (pese a que aquí luzcan más bien poco), una despedida bellísima del que sabe que va a morir. Porque ahí está la potencia de este final, la verdadera derrota: el pintor se sabe condenado pero Tosca mantiene la esperanza hasta el último momento.

Una vez superada el aria, lo pobre de la escenografía se come gran parte del impacto; el suicidio de la diva saltando al vacío queda blando e incluso difícil de entender. Al menos Cedolins no rebota. (En el descanso hemos aprovechado para colarnos tras las tablas y comprobar el magnífico colchón Restform que sostiene el truco; si puede con una bailarina o un oso, no tendrá problemas con una cantante suicida.)

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De las tres óperas que he visto en vivo y las otras tantas en grabación, no sé si ‘Tosca’ es la que más me conquista, pero sí suscribo la defensa de Quico de su narrativa. ‘Tosca’ es un relato fluido, muy centrado, con un conflicto potente que lleva a una conclusión epifánica y deja un camino lleno de cadáveres y sangre. Al salir del Principal echo un último vistazo al cable del que cuelgan las estrellas/luces de navidad, únicas aguafiestas de una función de aplaudir muy fuerte. Va a ser que sí: yo me dejo vencer por el trágico beso de la Tosca.