Celia coge el vinilo de ‘Horses’ y lo planta en el tocadiscos. Arranca ‘Land’, con su cuenta atrás anunciando el ruido y la furia, y la chica se sorprende: «¿Mi madre escuchaba esto?». Paul, escondiendo la sobria tristeza que Matthew Macfayden lleva en su adeene, sonríe: «¡Tu madre quería SER Patti Smith!». Y se abalanzan los recuerdos, el inocente salvajismo del descubrimiento sexual adolescente, las ambiciones, los sueños, los secretos inofensivos. Y el presente, con su curtida moderación, el hastío, los sueños perdidos, los silencios hirientes, duele más que nunca. Es un escenón de ‘In my father’s den’ (‘El refugio de mi padre’), y la esencia de todo lo que Patti Smith puede llegar a decir.

Patricia Lee Smith sale a escena, en un modestísimo pero funcional escenario (no necesita más), y con ella varias mujeres a la vez: la madrina del punk, el icono del rock salvaje, la intelectual neoyorkina, la superviviente, la poeta, la hippy idealista. Sin esquizofrenias ni poses, una verdadera guerrera, una chamán, una diosa vikinga con fuerzas para luchar hasta el final aunque la batalla ya esté perdida.

Esta vez, la peregrinación nos ha traído hasta Sant Feliu de Guíxols, al Festival Porta Ferrada. A un lado nos queda el mar, del que nos llega una fría brisa; al otro, la pared de roca. El lugar es perfecto, íntimo, y Patti parece opinar lo mismo. El sonido, impecable y la banda, engrasadísima. A la derecha, Lenny Kaye, el histórico Lenny Kaye, modela la electricidad con sus manos. Smith canta, grita y recita como nunca. Escupe varias veces al suelo. Este es su lugar, su refugio.

Un piano deliberadamente alargado y confuso juguetea con la intriga. Un par de notas revelan el tema, ‘Free Money’, que llega pronto (el tercero del recital). Delante de mí, una pareja gay se desmadra y salta. Miro a mi alrededor: veo algunos asistentes de mi edad, pero la mayoría parece superar ampliamente los cuarenta. Apenas hay fandom, camisetas ni pintas tematizadas, y sí camisas y formalidad. Aún así, todos acabarán gritando y aplaudiendo.

Después, Smith se sale de su colección y defiende el ‘Play With Fire’ de los Stones. No será la única versión que haga: ‘All Along The Watchtower’ de Dylan y ‘People Who Died’ de Carroll aparecen en el concierto. En esta última, grita los nombres de sus seres queridos muertos y nos anima a hacer lo mismo: una exultante celebración de la vida de aquellos a quienes quisimos, nada de fúnebres obituarios.

Entre los amigos perdidos de Smith, destaca esta noche el escritor Roberto Bolaño. A él va dedicado ‘Black Leaves’, tema de nuevo cuño, y su hijo, Latauro Bolaño, sube a la madera a unir su guitarra a la banda durante unos cuantos cortes. La madrina del punk interpreta su persona con ganas, con humor, saliéndose del papel y riendo con el público. Está comunicativa, escarceos obligatorios con el castellano incluidos. Bolaño hijo cumple, abrumado, refugiando su timidez tras un pelucón afro. No debe de ser fácil compartir cables con semejante jauría eléctrica.

Vivimos la invocación esotérica de ‘Ghost Dance’, la melancolía de ‘My Blakean Year’, la épica romántica de ‘Because The Night’, el ansia de revolución social de ‘People Have The Power’. La banda, metida en ‘Beneath The Southern Cross’, se concentra en un mismo punto para construir, lentamente, una torre de rock que no para de crecer sobre sí misma. Casi me deja sin aire, y recuerdo los clímax de ‘Comforting Sounds’ de Mew o ‘El tercer día’ de Vegas, explosiones interminables de materia, antimateria y todo lo demás.

La fiesta se cierra (momentáneamente, queda el juego de los bises) con ‘Gloria’ y su «Jesus died for somebody’s sins but not mine», y se reanuda con ‘Wing’, el asfixiado verso de ‘Babelogue’ (dios, me encanta cómo recita esta tipa) y otro empujón a la revolución en la forma de ‘Rock N Roll Nigger’. Leo a la salida que al día siguiente la sexagenaria rockera presenta ‘Art in Heaven’, una exposición de sus fotos y dibujos. Siguen saliendo mujeres a escena.

Camino al coche, perdido aún en el eco de los acordes, y me caen encima la distancia, el frío, el peso del presente. El recital ha sido magnífico (he echado de menos ‘Land’ o la versión de ‘Perfect Day’, por pedir), pero vuelvo al mundo nutrido, no saciado. Será que últimamente me siento gastado y entumecido, como un soldado al final del camino a ninguna parte; salgo del refugio de la Smith y enseguida se evaporan esas ganas de presentar batalla, la inocencia, la ilusión, la rebeldía punk, el amor al verso.

Vuelvo la vista atrás un segundo y no me convierto en sal. Tal vez, como dice el amigo Miguel Alberto, sean malos tiempos para la lírica, pero la diosa vikinga, armada con la guitarra eléctrica y el lenguaje del amor, no piensa rendirse. Pues no seremos menos.

V the Wanderer