La XXIX temporada de ópera del Teatre Principal de Palma acabó no hace mucho y por segundo año consecutivo he visto todo el programa. Ya les hablé del estupendo y delirante montaje de Il barbiere di Siviglia. De Otello les di cuenta el año pasado y este año me ha gustado, si cabe, todavía más. También he tenido ocasión de asistir a mi primera zarzuela con El barberillo de Lavapiés (para mi sorpresa, salí encantado) y a un par de recitales líricos: uno estupendo de Jorge de León y otro muy accidentado de Dolora Zajick, con una serie de catastróficas desdichas sobre escena que impidieron a la mezzo acabar el programa. Pude ver también una Aida correctísima (pero algo falta de esas grandes pasiones operísticas, acaso por una dirección musical fría y desganada) y la obra que me ha hecho darle vueltas a eso de la Totalidad y, frente al uso más popular del concepto, reivindicar los vacíos del arteEugene Onegin, de Tchaikovsky. Les cuento.

Marga.f.Villalongaⓒ2015

La adaptación que Tchaikovsky hizo de la novela de Pushkin es, en sí misma, fragmentaria. El ruso seleccionó algunos pasajes del texto (muy popular en su tiempo), confiando en la familiaridad de su audiencia con el material, y los envolvió de polkas, mazurcas y valses, casi como en un espectáculo de variedades: otro formato alegremente fragmentario. Ver Eugene Onegin en la actualidad es como enfrentarse a un best of o un reader’s digest o, mejor, contemplar un puzle desordenado e incompleto. De hecho, Tchaikovski no lo consideraba una ópera sino «escenas líricas». Lejos de resultar frustrante, la experiencia amplifica la columna del relato, lo vuelve arquetípico, universal. Las minucias de (y la crítica a) la sociedad rusa de su momento desaparecen casi por completo para dejar paso a una gran tragedia. El Eugene Onegin de Tchaikovski no es una recreación del de Pushkin ni un resumen, sino algo nuevo, enérgico, vivísimo gracias a no contener el relato entero.

También es bueno distinguir entre obra, representación y función. Una ópera, como siempre me recuerda el amigo Quico Cañellas, son partituras y acotaciones escénicas. Cada nueva representación ofrece una nueva interpretación, una nueva versión, que puede aspirar a recrear la primera como un ideal platónico o a alejarse tanto de ella que queda irreconocible (a veces para bien, otras, bueno…). El director de escena es un co-autor que tiene que definir su relación con el primer gran autor y su propio grado de autonomía. Por último, cada función es una variación (única e irrepetible) de esa otra variación, como en una cadena fractal. Así, no hay un Eugene Onegin sino infinitos, permutaciones constantes que crecen gracias a, otra vez, los huecos que Tchaikovski dejó fuera del papel.

Eugene Oneguin Palam

En la representación del Principal de esta temporada la dirección de escena fue cosa de Alfonso Romero, responsable de Otello y su celebradísimo barco. Romero no puede ser mejor aliado de sus compositores: crea estampas que envuelven a sus obras, que les dan vida remitiendo a sus formas originales pero sin sentirse lastrado por ellas. Es arriesgado pero nunca grotesco o gratuito. Pone su trabajo al servicio de la música. No busca añadirle al texto más de lo que tiene sino apuntalarlo, hacerlo llegar a su destino.

Para la Rusia de Onegin, como en Otello, volvió a jugar al minimalismo y a la omnipresencia de un elemento central de grandes dimensiones: aquí un árbol del que colgaban decenas de cartas de colores que iban cayendo a medida que avanzaba la obra. De nuevo, huecos: los espacios se construyen a partir de lo que les falta, el árbol sugiere mundos enteros (una estampa bucólica, el escenario de un duelo, habitaciones separadas, un salón de fiestas) sin apenas necesitar cambios. No hay exceso de celo figurativo y sí mucho recurso a lo no representado. Intuyo que la fijación contemporánea con la compleción de las obras viene de la dominancia que el naturalismo, como estilo, tiene en las artes populares. El naturalismo promete esconder su carácter de representación y mostrárnoslo todo, ser indistinguible de la realidad, mientras que el minimalismo pretende sugerírnoslo todo mostrando lo menos posible.

Aunque no alcanzaba la unidad estética ni la versatilidad del barcoel árbol de Romero nos invitaba a hacer de escenógrafos, a completar imaginando, a ver lo que falta. Es bien posible que su ubicuidad se debiese a cuestiones logísticas (el Principal no tiene un fondo de escenario que pudiera esconderlo) pero las respuestas a las limitaciones de producción son también parte del ingenio artístico. En ningún momento ese arbolazo estuvo de más. Por su parte, la referencia a la escena de la carta de Tatiana (la más icónica de la obra), cambiando fronda por folio, es clara y añade un llamativo apunte metatextual, aunque por suerte los papeles que caían no se limitaban al guiño y aludían a una pérdida (tal vez de la inocencia, de la arrogancia) y a una ausencia (lo no dicho) que resonaban de maravilla en el contexto de la obra. A lo mejor me pongo muy zen pero ese árbol era el mismo tiempo y el tiempo es falta y vacío.

El movimiento en escena cumplió en lo inmediato (los bailes; ya dije que había que bailar más en la ópera) y también en la creación de otros movimientos imaginados: el de nuestra atención yendo de una habitación a otra, de la escribiente al lector, y el de Eugene vagando a través de los años y las tristezas. El Eugene Onegin de Romero nos transporta con eficacia de un lugar y un momento a otro, usando, en un estilo muy contemporáneo y cinematográfico, montajes paralelos y condensaciones (montage) de tiempo y espacio. Este Onegin no es mejor ni más completo por parecerse al cine sino que se apropia y transforma recursos puntuales de éste para tomar entidad propia, para establecer relaciones complejas con los huecos del relato. Romero saca partido precisamente a lo que le falta a la ópera como forma escénica: flexibilidad para irse a otra parte.

Marga.f.Villalongaⓒ2015

En este sentido, la escena del duelo y el viaje de Onegin me parecieron los más potentes en lo escenográfico, así como el reencuentro entre los fallidos amantes años después, en el que todo es lo mismo y todo ha cambiado. El árbol sin hojas es un sencillo y estupendo reflejo de las grandes emociones que mueven la obra: la vanidad, la pasión inocente, la arrogancia, el arrepentimiento. Y aquí vuelvo al meollo del Arte Total wagneriano: los apuntalamientos a esas emociones funcionan porque la música las crea en primer lugar. La música nace y muere en cada función. En la que pude ver, la dirección musical de José María Moreno fue, una vez más, estupenda, la Orquesta Sinfónica sigue sacando partido a su ampliación y sonó firmísima y con textura, el Coro del Principal superó con holgura y alegría el reto de cantar en ruso y los solistas (entre los que destacaban Fiorenza Cedolins y Josep Bros) brillaron con seguridad y poder. Había buena música a la que vestir.

En resumen, el relato tiene fuerza dramática precisamente por ser una colección incompleta de escenas, la interpretación de la música fue sólida (aunque, según me dicen, no la mejor: esa sería la última, con el barítono ruso Vladimir Tselebrowsky, quien se incorporó tras el estreno)  y la dirección escénica supo jugar con el vacío como tema y herramienta, además de ser coherente con la obra y vestirla con gusto (cosa que, insisto, no siempre se consigue). Esta función de esta representación de Eugene Onegin demostró que la ópera no es el Arte Total, completo y definitivo que suma y transciende a todas las demás, como a menudo se malinterpreta, sino un Arte Total, vivo, incompleto y mutable, capaz de reavivar una y otra vez tragedias universales e invitarnos a imaginar, emocionarnos y existir en sus huecos. Si me preguntan, esto me parece tremendamente estimulante y, sí, Total.

Tres canciones, 285. La elección de V

TCHAIKOVSKY – ‘EUGENE ONEGIN (INTRODUCCIÓN)’

@VtheWanderer