A un directo de Mamá Ladilla se va, por respeto, con algo de distancia. Esto no es un concierto, es el teatro de la alienación de Bertholt Brecht. Dejo, pues, la chupa de cuero motera en casa (el atuendo más lógico) y me camuflo de fotógrafo que está allí por deber.

Llegamos, Raúl y yo (esta vez acreditados por Rock de la Urbe), y pasamos sin ceremonia. Otra vez en la Sala Zero, uno de los pocos antros que sobrevive en la estimulantísima vida nocturna de Tarragona. Nunca me había gustado este lugar, pero pienso en las sesiones de Karaoke Freak y el concierto de El Columpio Asesino del año pasado y me enternezco.

Javi nos espera ilusionado: hoy estrena cámara. Laura ha tomado nota de la actitud adecuada y está sentada en un taburete, con cierta desgana. Nos hacemos fuertes en una columna, protegidos del previsible pogo. No muy lejos de aquí, Melendi está a punto de actuar. ¿Botarán y chocarán allí también?

Toca el análisis del público: está aquí el sector viejos punkies al completo, el de las sudaderas y una modesta representación del sector yonki. Me maravillan la cantidad de combinaciones entre pelo rapado y largo en una misma cabeza. Pesadilla en la peluquería. ¿La media de edad? Sorprendentemente baja.

La banda sale al escenario, lugar donde otrora agotamos tediosas borracheras, y luce una normalidad fuera de sitio. Juan Abarca es el tipo más estándar del mundo, ¿a quién imitan sus acólitos?

Abarca va anunciando los títulos de las canciones y despachándolas con premura. No hay intento de establecer complicidad con el público: por un lado, éste ya está más que entregado, por otro, el concierto de arriba no tiene nada que ver con el de abajo.

Mamá Ladilla tiene un extenuante universo de cinismo circular. «Me avergüenza el ser humano, me avergüenzo de mí mismo», suelta Abarca con su habitual pantomima. Aunque seas parte de la solución, sigues siendo parte del problema. Me preguntó que pensará de los fans de Gigatrón y el Reno Renardo que saltan descontrolados a sus pies.

Un punkie clasicón, de cresta y chaqueta vaquera sin mangas, se pasea inquieto de un lado a otro, codos fuera, andar bamboleante. Qué desafío, qué rebeldía. Sale un espontáneo a escena, vuelve a subir en la siguiente, el segurata lo echa. El ritual de siempre.

La pausa para los bises es mínima, Abarca vuelve con un «ya hemos hecho la farsa, ahora toca un bis de ocho horas». Han pasado por nuestros oídos «Surfin’ Papa», «Sucedió en Beckelar», «Me avergüenzo», «Tu fiesta», «Chanquete ha muerto», «Cunnilingus Post Mortem» (un listado de expresiones latinas aún en uso) y la epifánica «Mi nave mix». Me vale.

Hablaré del grupo: buenos riffs de guitarra, estructuras algo simples y machaconas, un bajo muy, muy protagonista, alguna melodía inspirada, un gusto por el lenguaje cultivado (mucha aliteración, juego de palabras, rima asonante…) que raya en lo obsesivo. Y muchísima escatología.

Pero, ante todo, destaca ese juego de distancias progresivas, de letras misántropas y desilusionadas, del típico amigo que harta con sus quejas constantes y su rabia a todo, de disgusto por ser ese personaje tocacojones. No hay mucha reivindicación porque en el fondo todo es una mierda, hasta decir que lo es.

Cerramos la noche cazando la foto con la banda, una más para la colección de Javi. Abarca posa, sin mucho interés, murmurando «retrete, retrete». La farsa no acaba.

V the Wanderer