“Anoche demolí un hotel. Bueno, realmente no fue mi culpa. De repente, el teléfono empezó a chocar contra todo: contra el suelo, contra la mesa, contra el techo. De repente se arrancó y voló hasta la habitación 94. El hotel se demolió por culpa del teléfono”.

Andrés Calamaro

En El Algarrobico, el hotel en primera línea de playa en la costa almeriense que nunca fue ocupado, se dispondrán habitaciones a cargo de la oenegé Rockeros Que Son Padres y Luego Se Amoñan Sin Fronteras para fomentar un poco el caos. Los televisores serán convencionales, con un tamaño relativamente pequeño para que puedan caber por una ventana. Ahí The Who se encargarán de tirar algunas pantallas. No faltarán mini-bares, dispuestos a ser desvalijados, en lo que bien puede ser un inicio de la demolición que ahorrará buenos euros al estado en goma-2 porque el derribo se realizará desde dentro, habitación por habitación, hasta que el rock logre de forma controlada lo que los activistas ecologistas llevan persiguiendo varios años.

Calamaro podrá ayudarse de su conocido bate de béisbol, que ya usó en su célebre encierro bonaerense en los primeros 00, donde ya dio buena cuenta de su piano, en jolgoriosa sesión para sus vecinos. Su compatriota Charly García, ése sí que no flojea a pesar del paso del tiempo, llamará al servicio de habitaciones y pedirá champán, señoras y cocaína; luego podrá convocar a la prensa y lanzarse a una piscina desde un noveno piso.

En la primera planta, a Dave Grohl, ex de Nirvana, acabará de tumbarle una sobredosis de café y será hospitalizado. Por suerte para su fama musical, no morirá de forma tan poco salvaje; no como los Led Zeppelin, que desde una ventana pescarán en el mar andaluz y alguien decidirá utilizar los orificios anatómicos de una groupie cercana como depósito de los peces capturados. Bonham prepara su 37º chupito de vodka. Ya queda menos.

El countryman Hank Williams, habitualmente entregado a la morfina, se merendará todo el whisky y Chet Baker, el trompetista más guapo de la historia del jazz, mezclará Aqua Velva con zumo de frutas y algunos en la habitación se quedarán ciegos por la ingestión de la mezcla. Olerá a humo porque aquí, tal que en la bohemia del Chelsea Hotel, un artista, en plena locura por la consumición de drogas, quemará su cuarto como una parte más, y muy provechosa, del magno proceso de demolición.

‘Hotel ilegal’, reza la pintada faraónica. ¿Puede ser éste el templo del rock?

Ya por entonces, Leonard Cohen y su bombín estarán siendo sometidos a una felación por Janis Joplin. Luego el canadiense se ventilará su fama de elegante contando la escena hotelera en una canción y Joplin, como dictan los cánones, fenecerá a los 27 por sobredosis, la misma edad en la que morirá envenenado Robert Johnson, ese bluesman que vendió su alma al diablo para inventar el rock medio siglo antes de su descubrimiento oficial, dejando un breve legado de 29 canciones y sólo dos fotos. Pero ésa es otra historia.

En la zona de no-demoledores, dos guitarristas de Loquillo, ‘rockers’ encuerados y resabiados, se escaparán del hotel haciendo equilibrios por una cornisa a la caza de cualquier aventura sexual. En la 101, el viejo Nacho Vegas mezclará el polvo blanco y el marrón y demolerá algo más que un hotel y construirá algo parecido a su leyenda.

Yo, en cambio, timorato y pusilánime, nunca demolí uno, ni saqueé un botiquín, ni siquiera lancé un mando a distancia desde el quinto piso de una pensión podrida, ejerciendo mi derecho al desastre, si acaso robé el champú del baño o me quedé, por descuido, con alguna toalla. ¿No sirve? Qué le voy a hacer yo si soy repelentemente normal, si hago lo que hacen los demás.

raúl