Si tuviera críos algún día, me costaría resistir la tentación snob de insuflarles desde las primeras de cambio música compleja, sofisticada y de alta alcurnia, por si algo les quedara. Hablo de quitarles el Disney Channel y despacharles rock progresivo y clásica, o de leerles incluso a Roberto Bolaño y William Faulkner en la cuna, a sabiendas de estar convirtiéndome en un monstruo, un padre enajenado y dado a la experimentación, como un Daniel Goleman enloquecido por la cultura y consciente de que en esas horas, en esos años decisivos, es cuando realmente te la estás jugando. Ahí están los minutos importantes del partido. Les pondría, entre sonajeros y biberones, un póster de Bob Dylan en la pared y un ejemplar de ‘Rayuela’ en la mesilla de noche, junto al álbum blanco de los Beatles.

A los dos años, por no pasarnos de precocidad, se familiarizarían con el ‘Clásicos básicos’ de Constantino Romero. En casa racanearíamos el ‘Cantajuegos’ pero habría book crossing en el baño y la cocina con varias copias de ‘La posibilidad de una isla’, de Michel Houellebecq. A los tres años ya no habría excusas para no leerle a Habermas ni adentrarse en David Lynch. A los cuatro sería buen momento para ver por primera vez ‘Cube’, y que le vaya dando vueltas. Hecho eso, un ejercicio abominable entre Aldous Huxley y Arturo Pérez-Reverte, cualquier padre se puede echar a sestear 15 años con la tranquilidad de los buenos cimientos en el chaval. Luego podrían venir banalidades, drogas de diseño, batukas o Maita vende cá en versión techno, que los pilares del correcto pensamiento serían sólidos y el buen gusto seguiría inquebrantable.

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Yo no sé si algo así les pasó a Joan Torné, Albert Poll y Joel Calvo, los tres componentes de Ivory, un trío de blues rock del que, a riesgo de tópicos, se destaca siempre lo paramusical: tienen veintipocos años y un desparpajo asombroso en el escenario, además de un inusual bagaje. Sus padres, que rondan los 50, les han inculcado en vena, de forma más machacona o velada, los años 70, referentes como Jimi Hendrix o Cream que siempre anduvieron por casa, al alcance, y que ahora son la chispa que lo enciende todo. «Son influencias inconscientes. Lo escuchas y se te queda, aunque luego no acabes haciendo lo mismo. Para llegar a Led Zeppelin hemos pasado por AC/DC o Dire Straits. Aunque no lo hayas practicado, luego te sale así de haberlo escuchado en casa», dicen.

Se reconocen una anomalía generacional, unos bichos raros en medio de grupos de amigos a los que les gusta la rumba, el ska o la música de fiesta mayor. El mejor eslógan, aunque no del todo exacto, dice que a sus conciertos va gente de la edad de sus padres, personas que en los 70 tenían sus 20 años. Ellos, que no dejan de ganar concursos, son hijos de aquellos vinilos pero también del hipervínculo, del ‘artista relacionado’ en Spotify o Youtube para moldear su abrazo largo a la estética setentera: las camisas, el riff surfero y esa actitud de incendiarse un poco sobre las tablas, de entender la música como desmelene hedonista. No encontrarán nada nuevo, pero la revisión de esos géneros les queda apabullante, divertida, redonda (y, encima, si nos ponemos analíticos, hasta hay que ubicarles en una escena local de talento jovencísimo, junto a nombres como The Krav Maga, Dear, The Maddicks o La Reina del Blackjack).

Igual me pasé con mi plan de adoctrinamiento de elite. Quizás sería bastante con ponerles a mis hijos, entre nana y nana, algún temilla de The Doors, y que aprendan las vocales con la poesía de Jim Morrison. Suficiente para que el día de mañana sean tipos de fiar.

Tres canciones, 283. La elección de Raúl

IVORY – MAGGOT SOUP