Tres canciones, 264. La elección de Raúl:

PATACHO (CON JOSELE SANTIAGO) – JUDY ENTRA EN EL BAR

Últimamente la ciudad se está poniendo perdida de cafeterías y panaderías y granjas, y como se llamen esos lugares acogedores, blancos y amables donde uno puede comprar el pan, un cuarto de croissants y tomarse un café, aunque también podría, pero no se hace, meterse un cacharrazo si se quisiera, porque la materia prima está, quizás como recuerdo antropológico de una ensoñación de lo que en el imaginario colectivo fue una vez un bar. Estaría bien que hubiera una cierta burbuja, porque así se van tejiendo los paisajes urbanos. El penúltimo estallido ha sido el de las tiendas de cigarrillos electrónicos. Estas cafeterías mixtas (las ponen una delante de la otra, sin orden) le dan a las calles un aire más o menos detestable a convencionalidad y zona residencial. Algo así siento recientemente con los domingos al mediodía, tenebrosidad incipiente en cuanto a ver por la calle a parejas con críos yendo a casa de los padres en reuniones familiares, temor anclado en que sobrevuele la sombra del cuñadismo.

No quiero ir de libérrimo ni de librepensante que huye de horarios esclavos, pero a veces viendo eso me gusta abrazar cierto caos vital, cierto desorden. En ese contexto, no es bueno, de inicio, que proliferen panaderías como el chiqui park del café, y me congratula por ejemplo la opinión de Adri, que el otro día mostró su preocupación por acudir a un sitio de estos. Él no pedía ir a un after a insuflarse un gin, sino tomarse un cafelazo con leche en un bar bar, un bar de los de toda la vida, un bar con su tragaperras y su ausencia de papel higiénico en el baño. Es sólo una cuestión de valores más, igual que no pagar por mear o huir del poleo menta. Ya digo: yo no tengo las ideas tan claras, porque a veces peco de ir a estos sitios, pero ya me parece bien que haya corrientes de estas, necesarias, engrasadoras. Es decir, no me gusta lo que simbolizan estos lugares, a pesar de que acudo a ellos, igual que me encanta lo que representa un polígono industrial, aunque haga días (horas) que no pise uno. Igual nos pasa con la negritud o el punk, esos posicionamientos un poco ficticios y etéreos, pero fundacionales en su literatura.

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El otro día estuve en un hotel de cinco estrellas y había un botones que te hablaba de usted y te subía las cosas a la habitación. Mi concesión para no aburguesarme en exceso fue llevar de equipaje la vieja mochila del cole. Yo, que he frecuentado algún spa, no puedo dar lecciones, pero digo yo que la cosa compensa si voy a un kebab a las dos de la mañana, y más si en la puerta está germinando jaleo. Esas rutinas, pura fachada, pura sociología barata, me atormentan ligeramente, ya ven, y no tengo todavía ni militancia ni criterio definido en esa lucha de clases interior en la que vivo. Acabaré metiéndome en alguna reyerta futbolera de extrarradio sólo como ejercicio para rejuvenecer.

Ir a una granja (en ese uso que se le da de sustituir al bar) es cuestión de comodidad y conservadurismo: uno sabe qué se va a encontrar. En cambio, adentrarse en un bar de infantería (pongámonos un poco freudianos) tiene algo de incógnita, de ruleta rusa, quizás porque algunas decepciones han sido mayúsculas. Mi propósito es ir más a bares, no con intenciones etílicas sino de reconciliación con el entorno, como hecho cultural. Por si no lo consiguiera, y algún día me tuviesen que sacar de una panadería acordonada a las cinco de la mañana harto de descafeinados de sobre y trapicheando con brioches, dejo esta canción-río que se titula como el inicio de un chiste, que en un torrente de acciones y personajes ahonda en los ecosistemas de baretos de mierda. Compone Patacho, el ex de Glutamato Ye-yé, y canta de invitado Josele Santiago. Acaso sirva para recordar, cuando ya nos den por perdidos, el terreno mítico del antro y aquella vieja reivindicación simplista y directa de Evaristo en ‘Manos a la obra’: ‘¿Qué van a tomar? Porque esto es un bar’.