Aún no distingo las supuestas y testimoniales bisagras que suenan en ‘Ciudad de bajas pasiones’, del bunburyano álbum ‘Flamingos’. No comprendo la heterodoxia que lleva a algunos músicos a incluir en sus discos pistas de objetos varios, muy alejados de ser llamados instrumentos. Si ya es difícil aprender a tocar, con disciplina y método, los habituales guitarra, piano o clavicémbalo, imagínese dominar, en enrevesado aprendizaje autodidacta, el intríngulis de la sartén acústica, samplear el estruendo del camión de la basura o calibrar un fa sostenido con el ruido de una Lexmark Z32.

Si ya es difícil vivir de la música, imagínese hacerlo tocando un ladrillo, como afirma ahora el músico Diego Galaz (¡inventor del violín-trompeta!), organizador de un ciclo de instrumentos insólitos en la muy tradicional Burgos, reconvertida en sede de vanguardia. Lo comenta en ‘Andy y amigos’ (los viernes, en Radio 3). Ya citamos aquí, por cierto, que Andy Chango compuso con un Robot Emilio.

Escucho ahora el álbum de debut de los sevillanos Pony Bravo, indie country, con letras del chinarro más críptico. Tienen sus guitarras, pero cuando se habla de percusiones, una batería y unos bongos son demasiado sosainas. Y se inventan ritmos golpeando un plafón de uralita o un bidoncillo de aceite del coche. Y la sala de ensayo se convierte en una carpintería o un taller mecánico.

Bártulos del grupo Urraka

Lideran esta liga los rabiosos Mayumana, que hacían música, cucamonas mediante, palmeando cubos de basura, entre saltos y coreografías que, en su efímero esplendor, alguna vez coparon los teatros. Para hacer estas cosas, tienes que ir un poco de alternativo. Por eso ahí esta Banin, el teclista y guitarra de Los Planetas, que en su proyecto paralelo Los Invisibles, ha llegado a utilizar máquinas de escribir. Aún no han sacado disco y está por ver el resultado de esta sinfonía Olivetti.

Otros han hecho de esta tendencia su razón de ser, como Don Simón y Telefunken, entregados a la música con juguetes y ollas. Algunos críticos han definido sus composiciones como “la unión de los sonidos más extraños de la música experimental con las alegres cancioncillas de los programas Disney del sábado por la mañana”. En su atrezzo, llevan acordeones, flautas, guitarras de mentirijilla y ukeleles, a caballo entre el instrumento y el juguete.

Más extremistas son los barceloneses Cabo San Roque, que utilizan lavadoras en sus discos (¿se consideran programaciones?) y hasta las tocan en sus directos de lavandería. En una gira llevaron una vieja lavadora que interpretaba canciones en función de la ropa que se iba centrifugando. Dependiendo del color, del tejido y de la suciedad de las prendas, el movimiento se transfería a engranajes, cilindros y martillos de piano que actuaban sobre instrumentos.

Cabo San Roque y los instrumentos básicos: guitarra, acordeón y lavadora

¿El resultado? Temas instrumentales construidos sobre secuencias mecánicas, polifónicas y repetitivas. La intervención de los cinco músicos ayudaba a modificar los sonidos y a crear paisajes sonoros mientras se hacía la colada. Bizarro, sí, pero bastante amable, nada que ver con lo que hace el amigo Lou Reed al final de su insoportable ‘Metal Machine Music’, puro sonido de Rank Xerox fotocopiando los apuntes de cuarto de Derecho. Escuchar ese tramo final del engendro es imaginarse la luz de la impresora pasando una y otra vez de manera enfermiza.

Pero ante tanta máquina ¿no es el cuerpo un instrumento en sí mismo? Eso afirma el grupo Urraka, que representa la música con golpes de palmas y pecho, los chasquidos, el zapateo y hasta la respiración; todo ello, además, combinado con botes de plástico, chapitas de gaseosa, barriles de metal, cajas de cartón, boleadoras, botellas de vidrio, grifos de baño, tablas de lavar y tubos de pvc.

Y, ante tanto desecho y ante tantos escenarios que se antojan vertederos, ¿no es la voz un utensilio en si mismo? ¿No fue Frank Sinatra el más listo en elegir cuando entró en la tienda de instrumentos? Por eso, lo más parecido a manejar la voz como percusión lo hicieron Golden Apple Quartet, aquellos hombres trajeados que cantaban a capella y tenían plaza fija en las galas de los años 90 en la Primera.

raúl