En los tiempos que nos ha tocado vivir, los del 2.0, globalización y demás chorradas, hay una creciente obsesión por la clasificación. Todo, absolutamente todo, es susceptible de ser clasificado. Sólo hay que echar un vistazo a cualquier web, cualquier foro, para comprobarlo: los mejores futbolistas, las mejores películas, también las peores; los mejor vestidos, los más ricos, los países más pobres, las ciudades más caras… La música, por supuesto, también forma parte de esta vorágine de clasificación. Las listas han invadido nuestras vidas.

Dentro de esta tendencia clasificatoria, la joya de la corona, sin duda, son las listas de ‘Lo mejor del año’. Mejor disco, mejor grupo, mejor directo, mejor canción. Tampoco falta ‘lo mejor de la década’ o ‘lo mejor del siglo’. Pero ‘lo mejor del año’ tiene un aura especial, un componente extra de naturaleza misteriosa que lo hace inclasificable.

Me imagino las redacciones de revistas como Rock de Lux o la Rolling o la Pitchfork. Llega el mes de noviembre. El director convoca una reunión urgente: (leer con tono épico) ‘Chicos, como todos sabéis, el momento ha llegado. El mes que viene es diciembre, y tenemos que preparar una lista con lo mejor del año. Dejad todo lo que estéis haciendo, y empezad a preparar el material. Y recordad, este es el momento más importante del año’.

MGMT, mis candidatos (no los tuyos’)a lo mejor del año

Reconozco que envidio ese momento. Me imagino como un componente más de esa redacción, nervioso y excitado después de escuchar ese mensaje. Me imagino sudando, con las mangas de la camisa hasta los codos, empezando a buscar como un desesperado los discos que más me han gustado durante eos 365 días. Me imagino llegando a casa, mirando a mi mujer, que sólo con mirarme a los ojos sabe que esa noche no voy a estar por ella. Y me imagino en la cama, intentando dormir, sin conseguirlo, mientras mi cerebro es un caos con demasiados ítems que manejar e intento, de nuevo sin éxito, recordar aquel álbum que tanto me gustó y hace tantos meses que he olvidado por completo.

Al día siguiente, al volver a la redacción, empezaría la verdadera salsa de la cuestión: las discusiones con mis compañeros. Intentaría convencer a los demás de cuál deben votar como disco del año, porque un número 2 del que para mí merece el primer puesto es una vergonzosa derrota. Intentaría, hasta el último momento, que mis argumentos fueron lo suficientemente convincentes como para que votasen mi disco favorito. Llegaría, si así se terciase, a las manos con el capullo que se sienta a mi lado, que se ha burlado de mi elección, asegurando que ‘es un disco para niñatos’. Defendería mi disco -mi orgullo-, con todas mis fuerzas. Lo que para mí es lo mejor del año, debe figurar como tal.

Y todo, ¿para qué? Para que cuando salga la revista, un puñado de ególatras descerebrados (¡como nosotros¡) exclamasen: ‘¿Este es el número 1? ¿Y dónde está este disco? ¿Se lo han dejado? ¡Estos no tienen ni puta idea!’

(Fin de la imaginación)

Es el peligro de las clasificaciones: que no dejan contento a nadie. Porque, por simple que parezca, es imposible conseguir una perfecta: todos tenemos nuestra propia lista en la cabeza, por mucho que se empeñen en lo contrario. ¿Cuál es el sentido, pues, de estas clasificaciones? ¿Promover la discusión? ¿Hacer una guía de recomendaciones? ¿Alimentar nuestro ego porque queremos ser los más guays y proclamar a los cuatro vientos que ‘nuestra lista es la mejor’?

Quizás todas las opciones son válidas, pero tiendo a pensar que la más plausible es la última, pese a ser la peor. Es el problema del mundo que nos ha tocado vivir: mucha 2,0., mucha red social y mucha globalización, pero en el fondo, todos seguimos siendo los mismos gilipollas de siempre.

withor