Yo antes tenía tela de prejuicios contra los musicales y ahora, ya me ven, me falta tiempo para plantarme en el estreno palmesano de ‘Los miserables’. Escalo feliz la cima de lo épico, lo desbordado, lo excesivo. Me entrego a las desventuras de Jean Valjean sin guardar la ropa. Soy un groupie perdido del formato, y bien feliz.

‘Los miserables’ llega al Auditorium de Palma y hay en sus puertas ambiente de gran estreno. Me dicen que es el primer musical que se abre en la ciudad, cosa rara viendo lo estupendo de la sala. Subo a mi asiento, desde donde tengo una vista total del escenario, y ojeo el programa. Lo monta Stage Entertainment y presumen de los años de representación de la obra, del prestigio, la crítica y blablá. ¿Aún no saben que ‘Los Miserables’ lo ha petado fortísimo durante décadas? Si es que sí, no queda nada por decir; si no son conscientes, casi mejor se libran de la gran losa de expectativas  y ven la obra con ojos desnudos.

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Arranca el asunto y casi nos despeina; tal es el ritmazo que llevan. Todo pasa con una intensidad y una velocidad abrumadora, con el primer número (en el que Valjean recibe la condicional) tronando sobre las tablas como una mascletá de salida. Puede que a este ritmo contribuya la forma de musical recitativo, sin apenas frases habladas, o la brevedad de los temas, que son puro pop radiable. La escenografía cambia a la vista constantemente, los figurantes van y vienen, las voces suenan firmes y directísimas. No tengo tiempo ni para pensar y no sé si es éxtasis o agobio, pero compro.

Antes de que quiera darme cuenta, Valjean ya es un hombre rico gracias a la piedad de un desconocido. Venía pensando en Víctor Hugo, en Liam Neeson e incluso en Hugh Jackman, pero ya no queda nada de eso. Ahora estoy dentro de una riada y no acabo el prólogo en pie por pudor. Entra Fantine en escena, interpretada por Elena Medina (Valjean es Nicolás Martinelli y Javert, Ignasi Vidal) y me enamoro al instante de su voz. Es clara, con un timbre agradable, nítido, muy bien colocada.

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Su momento álgido llega rápido con ‘I dreamed a dream’ y recuerdo el gran acierto de la adaptación cinematográfica de Tom Hooper, que la coloca más tarde, después de la escena en el puerto. De este modo, la chica se desmorona tras una larga cadena de desdichas y el tema parece merecido; en el musical suena como un anuncio de las penurias por venir.

Sea como fuere, ‘I dreamed a dream’ es mi momento favorito de la obra. Me recreo en ella, me sigue fascinando su capacidad para evocar todo un mundo entero. Es un relato en sí mismo, un universo de promesas y años de sufrimiento condensado en unos pocos minutos, que podría rivalizar en interés dramático con las tres horazas de musical.

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El trío protagonista de esta primera parte es espléndido en todos los aspectos; tanto, que sé que lo que está por venir no me parecerá a la altura de ninguna manera. Y es que ése es mi principal problema con ‘Los miserables’ en cualquiera de sus formas: para mí la historia acaba cuando acaba el relato de Fantine y entra en escena la niña Cosette.

Tras eso, toda la peripecia de los jóvenes rebeldes y el amor adolescente se me hacen superfluos, vacíos. No ayuda que el tema de amor entre Cosette y Marius sea una cosa plana en el texto y lo musical ni que el papel de ella requiera una soprano que vaya a por notas altísimas y gorgoritos afectados. A mí que me den Fantine, con su mezzo cantando con desgarro, y la compasión adulta entre ella y el noble Valjean.

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Pese a mi desapego, casi todos los temas son buenos, las interpretaciones son muy pulcras y el poderío técnico sigue de primera. La escenografía es una cosa exquisita, con un diseño detallista y estilizado, y se complementa con una iluminación sorprendentemente oscura y dura. Me comentarán luego que recuerda a pinturas francesas del XVIII y estoy de acuerdo; precisamente las veo pensando en Jacques-Louis David.

Además, todo se ve redondeado con una retroproyección en el fondo del escenario que añade paisajes y efectos de movimiento muy cinematográficos, ideales para las transiciones y algún juego ingenioso de perspectivas (el final de Javert se resuelve con ella y es para quitarse el sombrero y hasta el monóculo).

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Acaso sea esa misma perfección técnica lo único (más allá de mi desapego personal por los jovenzuelos) que reprocharía al espectáculo: todo está tan bien, todo está tan medido y tan ensayado, que uno acaba por asombrarse más por la hazaña escénica que por el relato. Las voces son exquisitas, sin fisuras, pero como en casi todo musical no se les permite tener personalidad propias. Son timbres ortodoxos, doblegados ante el respeto a la obra, preparados para ser sustituidos en futuras ediciones. Pero, ey, quejas menores.

La función acaba con un número coral de los de ponerse en pie y la mayor parte del público se ve emocionado, al borde de sus asientos, deseosos de arrancar por fin el aplauso que contienen. Todos, menos un tipo que tengo a pocas butacas de mí y que dedica todo el último acto a consultar su móvil, regalándonos destellazos de luz a la fila entera. En un arrebato de curiosidad estiro el cuello a ver qué era tan urgente y al fin comprendo: el pobre hombre está recibiendo memes de Julio Iglesias, y claro, a Julito no se le hace esperar.

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Salgo de la función y de esta crónica sin mentar el que anticipaba que iba a ser mi principal problema: la traducción. Se me hacen rarunas las canciones adaptadas y más cuando las conozco tanto como éstas, pero el trabajo cuidado me sorprende y me hace disculpar la lengua. El fraseo es bastante bueno, casi siempre bien cuadrado, las expresiones suenan naturales (¡qué cantidad de tacos, sobre todo del mesonero y su señora!) y casi todas las decisiones más libres son por el bien de la musicalidad.

Vuelvo a casa tarareando la canción de la confrontación, el sueño de Fantine o el himno del pueblo en armas. Ya hace tiempo que me rendí a Los Miserables y a sus tópicos y esta función en vivo confirma lo acertado de mi decisión: satisface más ceder a sus encantos que forzar la pose crítica. ¿Acaso no oyen a la gente cantar?