De repente, aparece un concierto. Lo encuentras de pasada, enclaustrado en un recuadro de la agenda de un diario cualquiera, silenciado por decenas de otros apuntes. Antes de encontrarlo no sabías nada de él, de sus intérpretes, de sus temas, pero aparece y te atrapa y te persigue durante los días que le preceden, mientras lo imaginas y lo inventas, hasta que vives una semana inmerso en esa música que aún no has escuchado. Así, la semana pasada viví entre las cuerdas de Mieko Miyazaki y Guo Gan, expertos mundiales en el koto japonés y el erhu chino.

Descubrí el acto el lunes, sin saber nada de ellos, y enseguida lo marqué como cita ineludible para el sábado. Imaginé la mezcla de sus dos exóticos artes; viví, a través de aquellas armonías imaginadas, en una China y un Japón tal vez idealizados. Supongo que me puede mi lado sinólogo y todo lo que venga de esos países (especialmente, lo que se aleje del lado más plasta otaku) capta mi atención de antemano. Pero no era sólo éso. Había algo más que me intrigaba y me atraía: los dos países y sus dos tradiciones musicales resultan, en principio, mucho más difíciles de emparejar de lo que parece.

China y Japón reinterpretan el tópico aquel de «tan cerca, tan lejos». A pesar de, o precisamente por, ser vecinas y haber compartido influencias, no son culturas bien avenidas ni con mucho en común. (La regulera ‘La búsqueda’, de Zhang Yimou, da buena cuenta de este choque cultural.) El koto, esa enorme cítara japonesa, es pariente directo del guzheng chino, pero su música no lo es. La música china es fluida, suave, contemplativa, como un río deslizándose entre paisajes interminables. La música japonesa es dura, abrupta, dramática, elegantísima pero cargada de dolor contenido y de las aristas de unas montañas atrapadas por el mar. El erhu tiene tan sólo dos cuerdas, el koto, entre 13 y 30.

«Nen nen sui sui», el espectáculo de este pareja de virtuosos que pudimos ver en el CaixaForum de Tarragona, salva todos esos escollos y recurre al fondo común, a la sensibilidad universal parida desde las tradiciones locales, al virtuosismo técnico y a la celebración de la música como disciplina viva, enérgica. Lo primero que sorprendió, entonces, fue no encontrarse con un ejercicio de arqueología musical, con un ladrillo académico de tradición e historia, sino con sonidos antiquísimos al servicio de dos personas que estaban allí, sobre el escenario, sonriendo, disfrutando y emocionando. Emocionándose.

Nada más arrancar las primeras notas surge el espectáculo. «Nen nen sui sui» tiene una primera lectura de puro virtuosismo, de fascinación técnica, de artefacto indescifrable. Asombra ver a Miyazaki y a Gan operar al milímetro sobre esos extrañísimos objetos, deslizarse con seguridad sobre ellos y ser más rápidos que el ojo. Al poco rato, uno se rinde y deja de intentar entender cómo diablos lo hacen o cómo funcionan aquellos utensilios: sólo queda admirar la habilidad.

Luego, una vez derrotado el pensadero, uno se deja llevar por las emociones. Ésta es la buena noticia: el espectáculo de los asiáticos no se limita a la perfección técnica. Es emocional a rabiar. Hay pasajes de nocturnidad, de lamento, de belleza inaguantable pero también frenéticos, divertidos, hasta juguetones. De vez en cuando los dos maestros se dirigen una mirada cómplice, sostienen una pequeña pausa y sonríen justo antes de lanzarse sobre las cuerdas en furibunda carrera. Se lo pasan bien de una forma no muy diferente a como disfruta un guitarrista de sus lucidos solos.

El recital de Miyazaki y Gan combina temas tradicionales de un país y del otro con composiciones propias y, tal vez lo más sorprendente, adaptaciones de las piezas para piano de Debussy. Hay motivos: el francés ya tomó mucho de Asia para componerlas y ambos intérpretes residen en el país vecino, donde se conocieron. Francia, pues, hace de puente y filtro para esta asiática suma.

Uno puede identificar la procedencia de cada uno de los temas pero el instrumento invitado nunca queda en anécdota: hay un trabajazo de adaptación considerable. Lo japonés suena a chino y viceversa. Los dos protagonistas se turnan, se apuntalan, se compenetran. Se suceden momentos de soledad con otros en los que las notas se multiplican y uno juraría que sobre las tablas hay una orquesta entera. Un par de canciones cuentan con la voz de Miyazaki, muy teatral y con una resonancia cautivadora. Bellísimas.

Y así, en ese estado hipnótico, se pasa rapídisima la hora y veinte que dura la propuesta y el auditorio (una sala pequeña pero llena casi hasta el completo) se levanta a aplaudir y se asusta al darse cuenta de que sigue en Tarragona, lejos de las flores de cerezo de Japón y de las redondas montañas y los anchos ríos de China. Pero el concierto ya está ahí, ya se ha plantado y aún quedan muchos días por vivir inmersos en una música aún mejor que la que habíamos idealizado.

V the Wanderer