Si la ópera ha de ser medida como arte total, no se me ocurre mejor declaración de intenciones que invadir el teatro al completo con la tormenta de ‘Otello’ antes incluso de que se levante el telón. El truco es también parte de la obra; todo es forma. Así abre esta adaptación de Shakespeare firmada por Verdi en el Teatre Principal, tercera de la temporada: con una proyección que convierte el techo en un cielo encapotado y los palcos en olas salvajes, con destellos y relámpagos; con una furia, en fin, que anticipa la del magnífico coro y me gana antes de oír una sola voz. Qué fácil soy.

El arranque de la función, grabado por el Teatre Principal.

En justicia, el coro (tanto la composición como la ejecución) es de los que entran embistiendo. La Sinfónica de Palma vuelve a sonar brava y las voces, vigorosas. En apenas unos segundos un golpe de ópera ha borrado la realidad. Verdi estructura su adaptación como un embudo que parte del estruendo y se va encogiendo hasta llegar al desmoronamiento íntimo, de la explosión multitudinaria a la implosión personal. O, si ya han atendido al título de ahí arriba, de la tempestad al naufragio.

Atrapado en esas aguas violentas está Otello, quien encuentra un reflejo nada sutil pero eficacísimo en el barco que domina toda la escenografía. Alfonso Romero, director de escena, apuesta por una nave blanquecina y esquelética como roca sobre la que levantar su apuesta estética. Qué acierto.

La bestia marina abre el espectáculo llegando a puerto y se arrastra hasta los límites del escenario (ey, ópera en 3D), donde se convierte en trono varado y empieza a languidecer hasta acabar siendo los huesos muertos de una ballena espectral. Todo desnivelado, asimétrico, muy roto. Aquí no importan el rigor de época ni las descripciones al detalle; lo visual se vuelca en la recreación de un estado mental que acaba pareciendo, en el hechizante tercer acto, una estampa digna de mi adorada ‘Kwaidan’ de Kobayashi.

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El barco es el polo magnético de todo el tinglado, eso está claro, pero no cautivaría de la misma manera sin la iluminación (de nuevo, cercana al expresionismo y la angustia de Argento o Kobayashi) ni el vestuario de María Miró. Las ropas son austeras, ásperas como mortajas, todas en tonalidades deslucidas. Hay quien lo ha señalado como un problema, sin querer ver su claridad y unidad de concepto. Yo lo aplaudo como puntería visual: todo aquello que llega al ojo del espectador trabaja para hacer de este Otello una historia de fantasmas.

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Durante nuestra ya habitual visita tras las bambalinas, Quico nos subió a cubierta. Muy VIPS.

Bueno, y de los intérpretes, ¿qué? La composición pictórica está muy bien pero sin emoción humana que la pueble el asunto se queda en mesa coja, en vestido sin percha. No hay de qué preocuparse: una vez se retira el coro, el trío protagonista (Otello, Yago y Desdémona) se desmelena sobre las tablas y nos obliga a sentir con ellos. Sus interpretaciones son enérgicas y atormentadas, integrales: no hay nada en sus voces, en sus posturas, en sus rostros y en sus movimientos que no esté entregado a sus personajes. Me repetiré, pero ya lo saben: la ópera es tanto cantar como actuar.

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Mi compañero Jaime y yo con Desdémona (María José Perelló) y Yago (Ángel Ódena)

El conjunto se mueve por el exceso pasional de la ópera italiana, sí, pero con muchos matices: los aspavientos que en otras funciones se regalan aquí sólo se sugieren y hay mucho de una oscuridad sumergida e incontrolable en Desdémona, Yago y Otello. A mí, que lo italiano se me tiene que dar en pequeñas dosis, me sabe fenomenal esa sutil diferencia de registro. ‘Otello’ como pesadilla atmosférica que se encoge sobre sí misma hasta ahogarse, también en lo actoral: ole.

Pongamos nombres: Otello es el tenor Albert Montserrat, Yago es el barítono tarraconense Ángel Ódena (en el descanso tengo ocasión de conocerlo y charlar un rato con él, tirando, por una vez, de vínculo local) y Desdémona es la soprano María José Perelló, quien ya me encandiló hace unos meses en un recital de Wagner y aquí confirma que aquello no fue un capricho. Ódena perfila un malo terrible, mezquino y muy humano; Montserrat carga en sus espaldas y su voz un peso que crece minuto a minuto y Perelló va ganando presencia poco a poco hasta dejar sin aliento.

Más allá de sus pulidísimas capacidades, la soprano tiene carisma y un timbre reconocible, que suena limpio y técnico sin dejar de poseer voz propia. Su ‘Ave Maria’ queda para enmarcar. Además, cuando la visitamos en el camerino me confiesa entusiasmada que leyó la crónica que le dediqué, así que no puedo evitar declararme fan.

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No lo vamos a negar: somos adictos al backstage

La temporada se acerca a su fin sin señales de agotamiento. Si ‘Rigoletto‘ fue un ejercicio de adaptación valiente y moderno y ‘Tosca‘ nos regaló un relato poderoso, este extraño ‘Otello’ (ojo, la primera vez que se representa en la isla en unos 125 años) es una ensoñación pesada, un trance sin descanso que atraviesa los ojos, los oídos y (topicazo) el corazón. Bravo, brava, bravos. Me chivan además que el año que viene la repetirán: a ver si tienen valor de perdérsela después de leer esto.

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