Hoy ha muerto Eduardo Galeano y eso me ha jodido profundamente, aunque no sé si estará bien vista mi pena. Es fácil dejarse llevar por la pesadumbre generalizada, tan presente en la red cuando fallece alguien globalmente admirado. Yo he leído muy pocas cosas de Galeano. Apenas conocía sus datos biográficos y he descubierto su figura demasiado tarde. Con estos antecedentes se me podría echar en cara que su muerte no debería afectarme. Podrán argumentar sus más fieles seguidores que no soy digno de llorar su desaparición ni de vestir cuarenta días el luto, que me he apuntado a la fiesta cuando ya estaba todo organizado y he partido cuando todavía no se habían hecho las cuentas. Son esos los pecados que arrastro y arrastraré, pero si bien el saco es muy pesado, permítanme justificar mi aflicción.

Mi verdadera relación con Eduardo Galeano empezó hace casi un año, cuando me responsabilicé de la gestión de la Red Internacional de Escritores por la Tierra, de la cual el periodista uruguayo formaba parte. Uno de mis quehaceres diarios como gestor de la red consiste en publicar textos de sus centenares de miembros, y así fue como un día topé con el hombre de intensa mirada clara, del cual hasta entonces apenas conocía su nombre. Nació entonces la rutina de buscar y rebuscar sus pequeños textos, esa suerte de aforismos de duro significado aunque tierno envoltorio que gente como Coelho ha intentado copiar añadiendo múltiples capas de azúcar. Fue ahí, tarde y mal, cuando conocí y empaticé con él, convirtiéndose en uno de los pocos autores de la Red de Escritores que sin enviarme directamente sus artículos tenía su aparición garantizada. Son éstas mis pequeñas rebeliones, mis trampas al solitario con las que me vengo del sistema.

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Hoy en las redes sociales mucha gente, como yo, lloraba a Galeano, aunque seguramente la mayoría de ellos, como yo, jamás se habrá adentrado en las interioridades surgidas de su pluma. Y es que Internet habrá cambiado la forma de comunicarnos y la visibilidad de la información, pero no el mensaje: seguimos siendo débiles ante la muerte y nuestro corazoncito se sigue ablandando ante el destino final que todos compartidos. Si el que muere es un sucio bastardo, nos aflora la bondad y le perdonamos sus pecados. Si el que muere está reconocido como un genio, le profesamos nuestra admiración pese a no saber a ciencia cierta por qué estaba considerado como tal.

Se trata de un hábito que molesta a mucha gente. Cuando Paco de Lucía cambió de bando aparecieron sus adeptos más leales criticando que la masa compartiera con fruición ‘Entre dos aguas’ como si las manos del gaditano jamás hubiesen compuesto otras canciones. Tenían y tienen parte de razón y de alguna manera comparto su pesar, pero además de una cierta pedantería su argumento se desmorona por una sencilla razón: no se puede criticar esa actitud si la conexión creada entre una persona y Paco de Lucía nació, creció y se hizo fuerte a través de ‘Entre dos aguas’. No existe una correlación directa entre el dolor causado por la desaparición de un artista y el grado de conocimiento de sus trabajos. Aquí la discriminación no es posible.

Yo no he leído la obra completa de Eduardo Galeano y sin embargo nadie puede negar nuestro vínculo, por débil que éste pueda parecer. Yo no he leído la obra completa de Galeano y entiendo que aquellos que lo han hecho estén más tristes que yo. Yo no he leído la obra completa de Eduardo Galeano y sin embargo hoy necesito llorar su muerte.

Tres canciones, 270. La elección de Withor

THE CIVIL WARS – C’EST LA MORT

@adriwithor