No veo mal que las calles lleven números o letras en vez de nombres. Mejor un seis, un 21, una A y hasta una Ç, que algún arzobispo o ingeniero desconocido, de méritos cogidos con pinzas, de esos de decir ‘vete tú a saber quién fue’. Es más práctico y conlleva menos quebraderos de cabeza si llegado el momento te obcecas con el personaje que bendice con su nombre una avenida, una plaza, un pasaje.

¿Quiénes fueron Pont i Gol o Floresví i Garreta? A Google le cuesta saberlo. ¿Merecen un lugar en los mapas urbanos? ¿Cuándo uno es digno de tal distinción, a partir de llenar cuántas páginas de currículum? A veces tengo ese pensamiento y mientras escudriño Tarragona cavilo sobre la posteridad si me topo con algún tipejo de estos en forma de placa.

Últimamente hay una callejuela que me llama la atención. Se llama Robert Gerhard, es pequeña, fea, de paso insulso, ubicada entre un edificio nuevo, cerca de la Casa del Mar, y un parking, todo de una funcionalidad tremenda y anodina. Me parece curioso un nombre anglo, entre la catalanidad épica que rezuman Vidal i Barraquer o Francesc Bastos, y emparentado a su modo con el vial J. Bryan (político americano demócrata que perdió tres veces las elecciones a la Casablanca. Olé homenajear a los perdedores).

Resulta que el tal Gerhard nació en Valls y en Inglaterra está (¿sobre?) valorado como el segundo mejor músico español de la historia por detrás de Manuel de Falla. Lejos de ser un fan de los ‘calçots’ y los tres de nou amb folre i manilles, el bueno de Robert (1896-1970) se consideraba inglés, a pesar de su origen hispano-suizo. De hecho, este exiliado del franquismo cuya obra cumbre es ‘Quinteto para viento’ murió en Cambridge. Si tan fenómeno era, el viejo Bob (hay confianza) merecería un rincón más emblemático de la ciudad, algo más cercano a la acicalada zona de los músicos, mercadillo de la fama póstuma, al lado de la calle Vivaldi, Chopin, Beethoven o Mozart.

En fin, que el breve y pragmático callejón en una zona sin carisma difícilmente le saque del olvido a este músico que fue alumno de Granados (y de Schönberg, que no sé quién fue pero tenía nombre de director de orquesta). De hecho, ¿por qué se aísla a Gerhard en una zona nada cultural y no se le coloca al ladito de su profesor Granados, que sí tiene una calle cerca de Verdi y Bach? ¡Exigimos una rectificación ya en el próximo POUM!

No sé si el compositor de marras tendrá calle en Valls, la ciudad en la que comenzó a pensar en corcheas y semifusas. Si yo fuera alcalde u Obama, le pondría una estatua. Más efigies hacen falta, coño, y no tanto por lo que signifique el personaje en cuestión sino por su aspecto físico y su postura. Al hacer turismo en urbes ajenas, no hay nada mejor que descubrir a un tipo señorial, bigotudo si puede ser, trajeado, fondón y serio inmortalizado en hierro o granito; y pensar que seguramente sería un cachondo, un fiera, un tipo que a sí mismo se tomaría muy poco en serio. Los pedestales siempre alegran una ciudad, la informalizan, y mucho más si son de músicos, científicos o médicos, en vez de presidentes o generales.

Mientras tanto, los fans de la música clásica ya podrían tener la decencia de arrancar de vez en cuando la placa de Robert Gerhard en Tarragona y llevársela a casa, tal y como hacían los seguidores de AC/DC en Getafe. Hasta que eso pase, aquí dejo la canción ‘Y todo es vanidad’, de un Javier Krahe quejoso por suponer que no va a trascender a su muerte en forma de estatua, esquela, santo, nobel, “Borges o bailable”. Banda sonora de todo esto que poco tiene que ver con la música. Mejor la versión de Rosendo.

raúl