John Wick: Chapter 2 abre con El moderno Sherlock Holmes de Buster Keaton proyectada sobre un edificio contemporáneo, confirmando algo que muchos de los que nos dedicamos a pensar el cine ya intuíamos: que cierto tipo de acción actual es nieta directa del slapstick mudo, de aquella comedia física de trompazos y cadenas imposibles que aún hoy produce tanta risa como asombro. «Es la reencarnación del mito de Sísifo lo que nos hace reír», escribía Sergi Sánchez sobre aquel género, «aunque también es la inminencia de una muerte que no va a ocurrir lo que nos hace mantener la mirada pegada a la pantalla». George Miller confesaba que aprendió cine viendo El maquinista de la general y nadie se atreverá a negar que The Rock es un Looney Tunes viviente, así que no diré nada nuevo si sostengo que ese cine desbocado vendría a suponer algo así como un nuevo subgénero: la ultraacción, o mejor aún, el slaption.

La contracción puede parecer forzada (¿no es el slapstick acción y viceversa, a fin de cuentas?) pero déjame que lo desarrolle: del mismo modo que el cine gore (splatter) se cruzó con el slapstick para inventar el splatstick, algo nuevo (Braindead, Evil Dead II Re-animator) que no se limitaba a alternar comedia y terror sino que mostraba ambas a la vez, el slaption se distingue por dotar a los tres puntales de la acción (tiros, tortas y persecuciones) de un aire cómico y una suerte de precisión cósmica, muchas veces guiada por la casualidad imposible, que la acercan a las máquinas de Rube Goldberg. No es la tradicional action comedy (Límite: 48 horas, Arma letal El último boy scout) sino algo nuevo donde la secuencia de acción es ante todo escalada circense, diversión y materia lúdica.

Para ponernos en situación: serían slaption (y del bueno) las cuatro últimas entregas de Fast and the Furious, las dos de Crank, ambas John WickHardcore Henry Shoot’em Up; cintas de una violencia cartoon que crece y crece a base de causalidades y casualidades, de acrobacias y trucos de especialista, de ingenio e imaginación, de movimientos que ponen los cuerpos al límite y producen tanto vértigo como sonrisas. No se trata sólo de explotar más fuerte; el slaption necesita una puesta en escena tan vistosa como funcional, donde todo esté al servicio de las tortas (en esto es descendiente claro de las artes marciales de Jackie Chan) y encadenar constantemente gags visuales que funcionen tanto de manera autónoma como en crescendo. En el slaption, vaya, hay más de Bugs Bunny y Tom y Jerry que de Schwarzenegger.

Hacer una genealogía completa sería complejo pero algunos puntos son fáciles de detectar: el heroic bloodshed hongkonés, con sus secuencias agónicas y sus decenas de muertos por minuto (la fundacional Hardboiled se puede encontrar en Shoot’em Up y en, toma ya, The Fate of the Furious); el wire-fu que Matrix instauró en Hollywood a finales de los 90; la autoconsciencia y la admisión del ridículo de algunas pelis de acción reaganistas como Commando, casi autoparódicas; los citados cartoon de la Edad de Oro (con Chuck Jones y Tex Avery a la cabeza) y el slapstick primitivo; algo de la ultraviolencia del splatstick; los maximalismos de kamikazes como Ryuhei Kitamura o Robert Rodríguez… Con esos mimbres, el slaption llega cuando el espectáculo es tan grande que nos ha sedado a todos (yo me dormí, y muy felizmente, con la primera Transformers) y necesita ser no más bruto, no más ruidoso, sino más ingenioso y sorprendente.

Podríamos seguir buscando slaption en otras cintas y la lista sería enorme: hay mucho de esta forma en la obra de Gore Verbinski (quien ya hizo un cartoon viviente con la menospreciada Mouse Hunt y orquestó alguna secuencia brillante en sus Piratas del Caribe), en las comedias de Stephen Chow (como Shaolin Soccer Kung Fu Hustle), en Punisher: War Zone (una de las películas más de cómic de los últimos años), en la trilogía Kung Fu Panda (no sólo por ser animada, claro), en las tortas de otro mundo de The Raid (el mejor slaption serio), en la persecución de Death Proof (y quizá, también, en el tiroteo final de Django Unchained) o incluso en la revisión todavía más extrema de Bourne de El hombre sin pasadoEl slaption, una vez lo has visto, está en todas partes.

Cada vez que afirmo en público que la saga Fast and the Furious me tiene en vilo, y no precisamente como cine «de desconexión» o «para no pensar», se me pide lo mismo, casi siempre con honestidad y sorpresa: desarrolla. La última fue con el amigo Javier Pachón, presidente de CineCiutat, y como a alguien tan metido en el cine no se le puede contestar de cualquier manera, aquí va mi apología: el slaption me enamora por (además de todo lo de ahí arriba) ser honesto y ceñirse a su propia lógica desquiciada en lugar de subir el volumen sin más, por respetarme como espectador y montar una fiesta en la que todos se lo pasan bien conmigo, sin cinismos ni guiños innecesarios, por tender otro puente al dibujo animado y reivindicar al especialista, por ser un baile constante, casi cine musical y pura coreografía (intenta ver John Wick sin pensar en ballet), por su complejidad formal y por recuperar la dimensión puramente fascinante del cine. Es cine de atracciones del bueno.

Todo esto tiene más mérito si además admito que nunca me ha gustado particularmente el cine de acción norteamericano: sin la eficacia narrativa de los japoneses, sin el esteticismo de China, sin la visceralidad y el maximalismo de Hong Kong o la contundencia de Korea, la acción USA se ha sostenido demasiado sobre el montaje rápido, una ideología cuestionable y la actitud descerebrada del espectador de Nascar. El slaption recupera la maravilla del slapstick, la fina línea entre sobrecogimiento y diversión, y entiende que todo el cine de acción, lo quiera o no, es inverosímil, que cualquier héroe de acción es automáticamente un superhéroe, y en lugar de disimularlo con vergüenza lo abraza y va a por todas.

Es difícil no descubrir en Hardcore Henry una manera alienígena de hacer cine, no pensar en Shoot’em Up como pura vanguardia y renovación de formas, no ver en el pasaje de los espejos de John Wick: Chapter 2 una recuperación de la elegancia e hipercreatividad de Tokyo DrifterPrecisamente esta última cinta nos da la clave: cuando el estudio Nikkatsu ató de pies y manos a su director, Seijun Suzuki (autor también de Branded to Kill), éste decidió dirigir toda su energía creativa a la forma. Si el estudio quería pelis de tiros, las tendría… pero a su manera. El resultado son algunas de las cintas más potentes de la nuberu bagu japonesa; es más, de las más rompedoras de la historia del medio. Ahora, más o menos, tres cuartos de lo mismo: si las corporaciones están asfixiando la creatividad en el cine buscando sagas y fórmulas seguras, los maestros del slaption abren otra vía por la que meter oxígeno a cascoporro. A patadas, saltos y trompazos imposibles.