Lo realmente asombroso de la astronomía es que todos esas cosas raras, todos esos nombres imposibles, existen de verdad. Son sitios, lugares tan reales como su calle o, no sé, Cáceres. La única diferencia, claro, es que están más lejos. Nunca los podremos visitar; nuestra curiosidad y ánimo explorador quedarán frustrados sin remedio. Pero hay maneras de compensar: siempre he sido aficionado a una cierta música (sin más en común que la sensación que me produce) que parece hecha para escuchar con los ojos cerrados y dejarse llevar en un viaje ionizado. Música que, por cojones, tiene que estar compuesta con los sonidos de los exoplanetas.

Si vamos por orden, creo que la cosa empezaría con ese ceclarkiano Songs of Distant Earth de Mike Oldfield (uno de los mejores títulos y una de las mejores portadas de la literatura y de la música, fijo), que suena epopéyico, subacuático y cubierto de restos de supernovas. Tampoco es lo mejor de Oldfield (un autor que hace tiempo que se dejó de sobrevalorar), pero sugiere mucho e hipnotiza, a pesar de las cansinas voces.

Pero ése es el abuelo, el despegue. Si superamos el viento solar y cruzamos el vacío llegamos a las nubes de luz, a los brazos de la espiral galáctica. Ahí lo que suena sabe más a distorsión, a crescendo reposado, eléctrico. Tiene que ser, a la fuerza, Mogwai, o esas idas de olla de Clint Mansell copulando musicalmente con el Kronos Quartet de camino a Xibalba (¿que no han visto The Fountain? Pues ya tienen deberes). Sonidos (¿música?) de meditación tibetana, de viaje astral sin retorno, de potingues indígenas que arrancan los ojos y el alma, tan chungos que no quieres saber ni el nombre.

Seguro que pasaremos por turbulencias: de ellas tienen que haber salido los cortes de Explosions in the Sky, gotas  iridiscentes de restos de galaxias viejas que caen sobre nosotros, nos impregnan y nos incendian. Más allá encontraremos formas de vida hechas de ondas intangibles, de antimateria. A eso suena Kwoon, con su único Tales and Dreams (tampoco les hace falta más). A lo mejor en el viaje nos cruzamos con Moby, observando estrellas como un ornitólogo sideral. No siempre le verán por aquí (hay lugares disco más mundanos que mantener), pero si lo hace, como en su sorprendente Wait for Me, no pierdan ocasión de escucharlo.

Como viajeros avezados ya habrán podido tomar notas. La fórmula, si la hay, contiene mucho pedal, mucha progresión de guitarra contenida, ciclos que se repiten y crecen en círculo, melancolía y nostalgia, zanfoñas, goteos, atmósferas cargadas de electricidad estática y un movimiento de escalera mecánica, de detector de metales que no deja pasar la conciencia, de jardín zen. Todo muy post-rock, si eso quiere decir algo.

Y al final del universo siempre acabaremos encontrando a los daneses Mew, con la voz de castrati de Jonas Bjerre (puedo dar fe, tras verlos en concierto, de que es real), furiosos, climáticos, etéreos. Y lo saben, los cabrones. El viaje acabará con los nueve minutazos de su Comforting Sounds, nuestro Big Crunch. Luego, el vacío primigenio, la paz de la nada. Si llegan hasta aquí puede que no vuelvan: avisados quedan.

V the Wanderer

(Mientras tanto, en un universo paralelo, retorcido y macabro, Trent «NIN» Reznor sigue bajando una putrefacta y descompuesta espiral.)