En los últimos días hemos conocido la pérdida de Yoshihiro Tatsumi, el venerado mangaka de títulos tan recomendables como Una vida errante. Aunque no es el estilo de esta casa responder a los Ecos de sociedad, la desaparición de uno de los padres de la corriente gekiga no puede más que empujarme a recordar el crucial rol que artistas como Takao Saito (Golgo 13), Goseki Kojima & Kazuo Koike (El lobo solitario y su cachorro, Lady Snowblood, Crying Freeman) y el propio Tatsumi, entre muchos otros, desempeñaron en la aceptación de los géneros más alternativos en el manga mainstream.

Lejos de ser el oasis temático y genérico que es en la actualidad, al panorama del manga pre-gekiga puede acusársele de privilegiar la historieta cómica infantil. La parquedad de recursos en la posguerra estimuló el negocio de los kashibon: mangas de alquiler distribuidos a través de bibliotecas ambulantes. Su existencia posibilitó que muchos autores ajenos a la incipiente industria editorial del manga se aprovecharan de la distribución independiente y de un público reducido pero fiel a narrativas alternativas para dar sus primeros pasos en el mundo de la historieta profesional. Es en uno de estos volúmenes de alquiler, la revista Kaze, donde se fragua el término gekiga (“drama pictures”) sugerido por el propio Tatsumi para diferenciar a sus obras del estándar imperante.

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Lady Snowblood (Kazuo Kimura & Koike, 1972-73)

Si algo caracteriza al gekiga no es precisamente su parentesco estético con los rasgos archiconocidos del manga contemporáneo. Frente a los adorables ojos como platos, herencia de los cartoon americanos, los rostros de los personajes del gekiga suelen mantener una fisonomía asiática que no se priva de caer en el trazo suelto y el feísmo. Contra el estilo caricaturesco de los manga populares de la época, muchos de ellos adscritos a la comedia escapista, en el gekiga se opta por un tratamiento fotográfico, más cercano a los preceptos (est)éticos de la mejor tradición del realismo literario. El público objetivo de estas narraciones puede considerarse un precedente al sector demográfico ahora conocido como seinen: aquellos jóvenes de instituto o universidad que empezaban a aborrecer los manga para niños. Temáticamente, la violencia, escatología y sexo se mezclaban con dramas sociales que parecían erigirse como contrapuntos al buenrollismo para todos los públicos que había cultivado Tezuka. Ante la creciente popularidad de la corriente en la década de los 70, incluso el considerado dios del manga se subió al carro de estos manga para adultos para escribir alguna de sus páginas más brillantes mediante manga de trasfondo histórico. Que Tezuka terminara abrazando determinados rasgos del gekiga puede considerarse como factor decisivo para que los grandes grupos editoriales se interesaran en mangakas hasta el momento “alternativos”, cuyas páginas llenaría poco a poco el cada vez más amplio espectro de publicaciones especializadas para nuevos públicos.

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Fénix (Osamu Tezuka, 1967-88)

Por todo esto, se debe reconocer una vez más la labor del gekiga como la tendencia que abriría el camino a toda una serie de estilos y géneros sin espacio para tabúes, y que definen al manga como manifestación cultural. Y es que si hay un país en el mundo con una libertad de expresión suficiente para que la línea entre lo mainstream y lo underground sea tan imperceptible, ése es Japón. No hay más que pensar en artistas como el cineasta Sion Sono, o mangakas como Usamaru Furuya o Shintaro Kago para apreciar la tolerancia por la variedad entre el público y las industrias culturales de Japón.

La mejor forma que se me ocurre para acercarse al gekiga es recomendar el visionado de una de las películas animadas más importantes de los últimos años y que, ruego se me perdone la licencia, no es estrictamente un anime.

Mi primer contacto con Tatsumi (Eric Khoo, Singapur, 2011) fue en su mismo estreno en Japón el julio del 2014, en el contexto de un programa de verano. El no haber visto la película ni conocer absolutamente nada de su protagonista me provocó, en los primeros minutos de la proyección, una desubicación narrativa con la que siempre anhelo encontrarme en un cine: ¿era el tal Tatsumi ese fotógrafo angustiado tras el bombardeo atómico? ¿O por el contrario era ese desgraciado obrero cuyo único amigo era un asustadizo mono? La película abarca primordialmente material autobiográfico de Una vida errante, pero estos episodios se cruzan con la adaptación de cinco historietas cortas del dibujante, casi siempre protagonizadas por una suerte de patético alter ego de Tatsumi. La sorpresa dio paso a una honda emoción y, a su conclusión, estuve convencido de que acababa de asistir a una experiencia única en mi vida. La mezcla entre las peripecias de la vida de Tatsumi y el mensaje de las historietas adaptadas —la tristeza de la vida urbana (Just a Man, Occupied), la alienación de los jóvenes (Beloved Monkey) y el shock del país tras la agresión atómica (Hell, Good-Bye)— trazan una amarga panorámica del crecimiento nipón de posguerra.

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La modestia de la cinta, producida en Singapur por un pequeño grupo de artistas y técnicos inéditos en el mundo del cine, pasa absolutamente desapercibida ante la magnitud y el compromiso con el que se cuentan las historias únicas de Tatsumi. Sirva por tanto este artículo como homenaje a las posibilidades artísticas de la animación y su capacidad para recuperar toda una serie de héroes del pasado que se nos van día a día.

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Khoo y Tatsumi (dcha.) en el Festival de Cannes de 2011 con motivo del estreno mundial de Tatsumi en la sección Un Certain Regard.

@Anlololo