Dos hechos inusuales se dieron cita el sábado en la Sala Zero. Para empezar, se colgó el cartel (metafórico, porque físicamente jamás existió) de ‘entradas agotadas’. Y dentro de la sala, la media de edad del respetable no era en ningún caso inferior a los 40 años. Los culpables de estas dos extrañas circunstancias responden al nombre de Los toreros muertos.

Había ganas de ver a Pablo Carbonell y compañía. Solo así se explica que se formase una cola larguísima, una serpiente multicolor que provocó que el show empezase con una hora de retraso. El público, sin embargo, no se enfadó demasiado. La mayoría de presentes no habían visto a los toreros en décadas, muchos otros los iban a disfrutar por primera vez. Aquello apestaba a win-win desde varios quilómetros.

No es el concierto de Tarragona, pero como si lo fuera (Foto: El Norte de Castilla)

No es el concierto de Tarragona, pero sirve para hacernos una idea (Foto: El Norte de Castilla)

Aparece la banda y todos nos volvemos locos, a sabiendas de que el rey de la fiesta aún tenía que aparecer. Después de un pequeño instrumental, sale Carbonell, con barriga prominente, la cara pintada de blanco emulando a un payaso, un sombrero que apenas aguantó el primer embiste y agitando como un loco sus manos llenas de papel higiénico.

Los toreros sabían lo que quería el público y empezaron el espectáculo a porta gayola: ‘Los toreros muertos’ y ‘Mi agüita amarilla’. Ambas fueron coreadas por todo el mundo cerveza en mano y a viva voz, como la ocasión se merecía. Y de ahí hasta el final, no faltó ni un hit.

Sonaron ‘Manolito’, ‘Yo no llamo Javier’, ‘Falangista’, ‘Soy un animal’, ‘Para ti’, ‘Pilar’, ‘DNI’ o ‘El último mono de la Nasa’. Mención especial merece ‘Hoy es domingo’, que tuvo serios tintes catárticos, con Carbonell alargando la entrada del estribillo hasta límites difícilmente soportables para los que estábamos deseando gritar.

Pocas pegas se pueden poner al concierto, más allá de los típicos problemas de sonido en algunos rincones de la sala. El típico diálogo ‘me ha gustado, pero ojalá hubieran tocado…’ no existió, porque no faltó ninguna de las míticas. La banda sonó muy bien, demostrando que ser un grupo divertido y efectista no está reñido con tocar buena música.

Mención aparte merece un Carbonell cuyo aspecto físico es inversamente proporcional a su energía cuando está delante de un micrófono. Hizo todo lo que un frontman (incluso voy más allá, un showman) debería hacer sobre un escenario: desprender fuerza, conectar con el público desde el inicio, ser el centro de atención sin eclipsar a sus compañeros, guiar a la gente allí donde quieren estar. Tiro de topicazo, pero el grupo desprendía la sensación de que se lo estaba pasando muy bien. Y eso siempre se contagia.

El punto y final al show llegó con una segunda interpretación de ‘Mi agüita amarilla’. Me parece absurda esta tendencia de acabar y empezar un concierto con la misma canción, pero en este caso se acepta la apelación. La interpretación fue diferente a la de la primera vez, acelerándola de tal modo que la acortaron unos dos minutos. Además, a nadie le importó cantar otra vez aquello de ‘y creo que he bebido más de cuarenta cervezas hoy’.  No pedíamos nada más. No buscábamos dobles sentidos ni triples interpretaciones. No queríamos sorpresas. Tan solo pedíamos ver a los toreros, levantar nuestras cervezas juntos, gritar que somos falangistas y que nos llamamos Javier intentado aguantar la risa. Fue, por lo tanto, una faena redonda. Dos orejas y el rabo, y contentos para casa.

Withor