La comisión de Tridimensionalismo y Efectos Chulos se plantea convertir todos los textos de esta santa página a formato estereoscópico, para que ustedes lo gocen. Oscurecemos las imágenes, confundiremos su sensación de perspectiva y pareceremos recortables sobre un fondo hueco. Hasta les haremos bizquear y les daremos dolor de cabeza. De momento, la asamblea general ha decidido (con cinco gritos a favor, dos abstenciones y un gorila golpeándose el pecho en contra) que las gafas de celofán rojo y azul molaban y molan más que las de ahora. Es un paso.

La elección de Raúl

El CHAVAL DE LA PECA –  EL JARDÍN PROHIBIDO

No era difícil ver a Marc Parrot como un engendro de la mercadotecnia musical a finales de los 90. Adjuntaba un éxito masivo al cobijo de la televisión: el apadrinamiento de Buenafuente como criatura televisiva en su late ‘Sense Títol, sense número’ y la bomba publicitaria de ‘Libre’, la versión de Nino Bravo, en aquel bailongo anuncio de Amena. De ahí a canción del verano, medió un paso.

El Chaval de la Peca era un producto, claro, pero muy bien hecho, de calidad, y oportuno: revisión en lenguaje rock de éxitos en castellano de los 70 y los 80. Se rodeó de una lucida banda casi tan carismática como él (uno de los tres álbumes editados es un directo), con personajes folclórico-marginales como Pitín Ozores o el Gitanillo de Kiev, que luego lideró el grupo Yuri y su Orquesta de Cosmonautas, con un repertorio muy apreciable que nunca se llegó a editar.

Marc Parrot no era sólo un actor con desparpajo lanzado a la fama catódica de la noche a la mañana; aquel tipo sabía de música, se producía sus discos y, de hecho, ya había publicado previamente dos de ellos, muy flojos, erráticos y raros, nada que ver con los actuales. El experimento del Chaval de la Peca duró dos años y tuvo, pese a lo efímero, algo de justicia musical. Con el pastizal que se embolsó, Marc se montó un estudio en la provincia de Barcelona con el que se gana la vida porque, además de artista, es compositor, técnico de sonido y produce a todo tipo de bandas.

Los discos del Chaval de la Peca son impecables y divertidos. La estética contribuye. Si a eso se añade una materia prima suculenta en forma de enormes clásicos, poco puede fallar. Y si uno escucha ‘El jardín prohibido’ lejos de la salsa puertorriqueña de Eddie Santiago, su difusor, o del empalagosismo baladístico de Sergio Dalma, mejor que mejor. Ahora releo la letra y me parece inalcanzable: una confesión trágica y explícita de una infidelidad, un dramón que nos deja en pelota picada ante nuestra vulnerabilidad como pobrecitos seres (y seras) humanos. Tentaciones, llantos y arrepentimientos, pura dinamita emocional, pura vida, que es así, como el fútbol, y que no la he inventado yo (parafraseo).

La elección de V the Wanderer

THE MAGNETIC FIELDS – ALL MY LITTLE WORDS

A veces me parece una canción tonta, otras un himno pop ligero y de vez en cuando una terrible y rencorosa patada a la soledad egoísta. A veces va de amor y es dulce y bonita y hasta naïf, otras te captura con su melodía ligeramente melancólica y su suave guitarra y la corearías bajo el atardecer en alguna playa, de vez en cuando te lanza al desamor y a los terribles dolores humanos de la indiferencia y la distancia. Algunas veces, las peores, es todo esto al mismo tiempo.

Dice una teoría de la comunicación que consumimos para reafirmar nuestros estados de ánimo. Siendo así, no sé qué estado puede reforzar este tema, tan complejo, adaptable y esquivo como el propio Stephen Merritt, ideólogo de The Magnetic Fields. A mí me hace pensar en eso que dice Vegas, que «lo único inagotable es esta insoportable pena». Si quisiera verter algo propio en este tema sería la fragilidad universal que todos arrastramos, que tapamos tras paladas de reafirmación los unos o resignación los otros. Esa maldita fragilidad tonta, dulce, cautivadora, melancólica, suave, terrible, dolorosa, tan innegable como la soledad que nos persigue por estar vivos.

La elección de Withor

ANTÒNIA FONT – CALGARY 88

Llámenlo chispa. El punto. La opción más acertada: ‘tiene esa cosa que’. Le doy la razón al bueno de Zappa: no es sencillo describirlo. Me ocurre con pocos grupos. Uno de ellos es Antònia Font. Tienen aquella chispa. Aquel punto. Tienen esa cosa que los convierte en especiales, y a la que es tan difícil buscar un sustantivo. Ni siquiera un adjetivo. No es originalidad, aunque también. No es falta de prentensión, aunque en parte sí. Es ese algo místico, esa cualidad especial, que hace que una persona atribuya a las cosas que podríamos definir como ‘normales’ un status especial.

Repito. Me ocurre con Antònia Font. Me veo a mi mismo cantando sus canciones por las carreteras de Mallorca, creyéndome estar viviendo algo especial por disfrutar su música en el lugar en el que había sido parida. Las curvas de Deià me transportaban a su particular universo, el de extraterrestres que vienen a visitarnos y montan un complejo para pijos, el del astronauta que sabe más de rimas que de cosmonaútica. Cuando llegaba a Andratx, estaba completamente sumergido en su fantasía, en su realidad alternativa compuesta de lápices de IKEA y de iglús a los que ir a dormir solitario. Y todo a ritmo de pop.

Calgary 88 es más terrenal, pero no abandona su particular universo. La de una competición de patinaje artístico que acaba desembocando en boda, árbitro como cura mediante. La de unos mallorquines que se convierten en campeones del mundo, por delante de los todopoderosos rusos y de los supuestamente invencibles suecos. La de un universo en el que todo puede convertirse en realidad. Y todo a ritmo de pop. Es el mundo que nos proponen los mallorquines, y que yo suelo visitar regularmente. Y la chispa sigue sin apagarse.