Dicen los psicólogos forenses que nos visitan en nuestra celda que somos el producto de demasiada música mala y escuchas tempranas de Enigma o Alan Parsons Project. Que perdimos el control al ver bandas robándole el nombre a las tortugas de Ende. Que ‘Walkin’ On Sunshine’ nos hace somatizar cosas chungas. Que no podemos escuchar música moderna por prescripción médica. Que, así en general, la música regulera nos convierte en bestias violentas y obcecadas. Nuestra única posibilidad de civilizarnos y reincorporarnos a la sociedad es recomendarles tres tonadas, himnos elegantes y de buen gusto, una vez por semana. Escúchenlas, aunque sea por nosotros, hombre.

La elección de V the Wanderer

DRESDEN DOLLS – COIN-OPERATED BOY

«Yo quiero una mujer como la tele», cantaban Pimpinela, allá por los años pre-ministerio de Igualdad. Amanda Palmer, tiempo después, versiona el tema y se pide un chico a monedas igual de autómata y obediente (De acuerdo, puede no ser una versión. Tal vez. Seguramente no lo sea. Bueno, definitivamente, no. Pero en mi cabeza mola más así.)

Le sale una suerte de romance satírico-festivo, con aire a innuendo obvio sobre un vibrador, que se escucha y reescucha con alegría circense (de circo de esos intelectuales y alternativos, vamos, no de circo mugriento y lleno de animales famélicos, que es el único modelo de circo que doy por válido). La etiqueta de este asunto es «brechtian cabaret punk»: homenaje a Bertholt Brecht y su teatro de la distancia, de quien aquí somos fans por todos los motivos equivocados.

‘Coin-Operated Boy’ se cuela en las ondas de alguna emisora francesa elegida al azar mientras conduzco por pueblos bretones. Luego veo que la Palmer se regaló un disco de versiones de Radiohead armada con un ukelele. Coincidencia: en mi primer road trip por tierras galas la versión acústica de ‘Creep’ sonaba sin parar en la estación que sintonizamos; bajábamos del coche con ella y subíamos, horas después, aún con ella a medias.

No sé si todo esto quiere decir algo, toda esta sincronicidad jungiana. Premio al que destape el mensaje oculto del universo en la combinación de Pimpinela, el circo, Brecht, Radiohead, Francia y La Inercia. No se vale usar la ley de la atracción ni al mamarracho de Coelho. Mientras tanto, ahí va el temazo que nos ocupa.

JAVIER KRAHE – NO TODO VA A SER FOLLAR

De mayor quiero ser eurodiputado, ex ministro o Flavio Briatore. Si no se puede, Bertín Osborne. Si no se puede, Javier Krahe. Déjenme rozar el 10% de esas filosofías de vida, de vidorra, más bien; déjenme rebozar en la contemplación, en el rol de vividor, no como festivalero desfasado, aunque pinitos haberlos haylos, sino como profesional permanente del ocio. En alguna entrevista me ha reconocido que a él lo que más le gusta es no hacer nada. Con un par. Supongo que, en el fondo, lo que envidio es la libertad y Krahe, como lo era Pepe Rubianes, es un tipo libre como pocos, un ‘indie’ ahora muy cascado que canta entre toses, un histórico de La Mandrágora, aquella legendaria sala madrileña.

En realidad, Krahe sigue allí tocando ‘Marieta’ con kazoo y guitarra de palo, pero allí ya no están ni Alberto Pérez ni Sabina, que voló para llenar palacios de los deportes aquí y allá. Krahe es pesadito en directo (aturulla la retahíla de versos literarios) y divertido a veces. Canciones pachangueras como ésta, en la delgada línea que separa lo ligero de lo humorístico, ayudan a verle como un crapulilla insumiso y agudo, sin dios ni amo. Krahe, que admite no haber trabajado en su vida, fuma puritos en Malasaña, juega al ajedrez y se echa la siesta a diario. Pero también se sacrifica, que la vida es dura, como cuenta esta letra: arregla el coche, se compra unos calcetines, le quita el polvo a la biblioteca, aprieta una tuerca floja y hasta paga la hipoteca. Para que luego digan.

La elección de Withor

MAREA – MANUELA CANTA SAETAS

Se reía Gonzalo de mí cuando yo, a mis 18-20 años aproximadamente, según creo recordar, le decía que escuchaba Marea, y que me parecía un grupazo. Y se reía porque el lo catalogaba como un ‘grupo para críos’. Nuestra batalla fue continua. Me negaba a considerarlos como una banda para críos: quizás musicalmente fueran limitados, pero no creo que deba ser considerado un problema (¿alguien dijo Ramones?). Tampoco es que las letras fueran para niños. Aquí no se hablaba de porros y revolución, ni de amor verdadero ni batallas etílicas. En realidad, nunca tuve claro de que hablaban sus letras, lo cual me parecía que transformaba su música, definitivamente, en algo que no era para menores de 18 años.

El puto Gonzalo tenía razón. Primero fue la MTV: ¿Por qué salían sus videoclips incrustados entre Jennifer López y The Rasmus? Después fue mi (ex)cuñado. ¿Por qué se consideraba tan fan de Marea? Después fueron los foros: ¿Por qué eran todos unos niñatos inconscientes de lo que es la vida -y ya de paso, la música-? Después fue la observación directa de los individuos: ¿Por qué todo el mundo que llevaba una camiseta de Marea aún no tenía pelos en los huevos?

Dejé Marea en el olvido. No fue conscientemente… quizás, simplemente, había madurado. Sin embargo, de tanto en tanto, recupero la discografía y me doy cuenta de que sus tres primeros discos me los puedo escuchar del tirón, que aún recuerdo sus letras y que, lo más importante, me parecen tres grandes discos. Quien sabe, quizás Marea no es música para críos. O quizás es que yo, con mis incipientes patas de gallo y mi primera cana asomando, no soy más que un puto niñato.