Si uno llega a Madrid y se topa en la Puerta del Sol con Santiago Urrialde (historia viva de la tele: el reportero total del Mississipi o el Rambo de no siento las piernas) algo querrá presagiar. Ya el segundo escarceo con el pasado me lo procuro yo buscando conciertos, un plan de sábado, por la capital. Vemos que en la Sala Clamores Jazz toca Un pingüino en mi ascensor, ese dúo (trío en una etapa) nacido cuando la Movida expiraba, disuelto en los 90 y renacido, sin pretensión, hace unos años.

Hay ganas de respirar Madrid en alguno de esos garitos emblemáticos de programación diaria e historia grande. Antes, Mónica y yo devoramos unas tapas rápidas en un bar próximo, en Fuencarral. Mientras el Madrid cae en Málaga por la tele, allí están los dos músicos, dando cuenta de unas cervezas previas al show. Son Mario Gil, aquella mole de fama catódica en los 90 como dj de ‘El Informal’, y el publicista José Luis Moro, que lleva una doble vida, pues de día adjunta carrera de éxito como director comercial de una agencia. El humor y el absurdo se cuelan a veces, y para bien, en sus anuncios.

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Mario Gil y José Luis Moro, con sus teclados, otra noche más en la madrileña Sala Clamores

La Clamores está en un sótano y regala solera: celebra tres décadas con conciertos cada noche y en el pasillo que desciende un plafón recuerda a todos los que han pasado por allí. Es un lugar enjundioso, presidido por ese neón rosa (‘Clamores Jazz’) que se alza en el fondo del escenario, envuelto entre mesas. Hay bullicio. El Pingüino en Madrid tiene muchísimo tirón. No se debe descartar el factor nostalgia, pero hay más: entra gente joven y muchos se saben sus nuevas canciones. Quizás es el fruto de haberse pateado una y mil veces todo Madrid con esos órganos. Ya avisan de entrada los dos elementos. “Vemos alguna mesa con guiris. Seguro que han llegado hasta aquí poniendo en Internet ‘jazz’ y ‘conciertos en Madrid’. Y ahora, claro, están flipando”, dice Moro, aludiendo al nombre de la sala y a su repertorio.

Luego bautiza su estilo: “Esto es electronasal pop”. Sonido casiotone, mucho instrumento enlatado y esa mezcla inconfundible de tontería, inteligencia, ternura y violencia (¡grandioso ese corte de mangas constante a lo políticamente correcto!) en unas letras de repertorio variadísimo y riquísimo, pese a la chorrada imperante. José Luis se cuelga un teclado de guitarra para meterle mano a ‘He-Man y Barbie’ (el momento Camela, le llamaron) esa historia de más sexo que amor entre dos muñecos en un centro comercial, y así dejan caer ‘Juegas con mi corazón’, ‘Arqueología en mi jardín’ o ‘El balneario’, hits del pasado que el entregado público de la sala corea sin remilgos. Mario toca el teclado y se retuerce en muecas cómicas. José Luis domina la escena. Se deja llevar y disfruta.

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En el camerino de Clamores. José Luis, con su camiseta alegato: ‘No kicking penguins’

El ambiente es familiar y cómplice, como si el Pingüino tocase en casa, entre amigos, en familia. Mario y José Luis se estrechan la mano tras cada canción, como dándole lustre formal a un acto que es todo divertimento. No falta el momento karaoke: ‘Rasputin’, de Boney M., se transfigura en ‘Urdangarin’, una perversión blanca que no desentonaría en la Parodia Nacional, y acaso única muestra de humor coyuntural. ‘Voyage, voyage’ se transforma en ‘Foie-gras, foie-gras’, un manifiesto banal a favor del paté y ‘What’s in a kiss?’ en ‘¿Qué hay en mi pis?’, en la que el Pingüino enseña un bote de un análisis de orina y presume de ser el primer grupo que pasa el antidoping antes de los conciertos.

Después vino la incidencia: tras varios lustros, cuentan, de uso impecable, falló el ordenador donde llevaban almacenadas las programaciones. Mario hizo el paripé de que era el técnico y venía a arreglarlo (y cobraba 50 euros por el servicio). José Luis improvisaba chanzas: “Descartamos que vaya a haber próximamente un ERE en Un pingüino en mi ascensor… y también descartamos la fusión con Jarabe de palo”. Salen del paso improvisando una versión a pelo, sólo con teclados, de ‘Jota, Jota’, un ataque ácido y directo al pijerío malogrado de la jet madrileña. Ya repuesto del bache tecnológico, suena un tema de los últimos años: ‘Eres más complicada que armar un mueble de Ikea’.

Después de un parón (aproveché para beber: ¡nueve euros el cubata!, precio de puti), ‘pilló’ Ferran Adrià: “A nosotros este tío nos toca mucho los cojones. Por eso vamos a hacer como él y vamos a deconstruir el pop”. José Luis repartió entre el público sobres de Peta-Zetas y tocaron una canción en la que había que acercar la boca al micro y dejar que la sustancia bullera. “Y ahora, ¡un solo de Peta Zetas!”, gritó José Luis. Desfilaron canciones que suenan a jingle, a eslogan, a opening de dibujos animados. El público ya estaba ganado. Hace tres años, la legión de seguidores dejó al Pingüino a 68 posiciones de representar a España en Eurovisión en aquella votación en Internet, así que no se crean: hay hasta bailes sobre el escenario, hasta Mario tocando la guitarra eléctrica, hasta bises y una presentación de la banda. “A la flauta travesera…”, anuncia con sorna José Luis. Evidentemente, no hay nadie. “No tenemos bajo, no tenemos batería… ¡pero tenemos un grupo en Facebook!”, exhortan.

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Momento fan en el escenario, entre dos ‘pingüinos’

No dejan de reírse de su precariedad y de menospreciar un ingenio que siempre fue para mí muy apreciable. Al final caen los temas que más encienden al público: el gore costumbrista de ‘Tú me induces al mal’, la tragicomedia de ‘Espiando a mi vecina’, quizás su canción más popular, o el sadismo de ‘El sangriento final de Bobby Johnson’. En ‘El reno Rodolfito’, versión de un villancico, se acusa a Rudolph de ser politoxicómano. Ése es el tono de unas canciones que, pese a la coña y a que todo suena cómicamente prefabricado, gastan mala leche, humor negro y maldad infantil.

Ya en los bises, las mesas de delante del escenario se han despejado para que la gente baile. Arrasa ‘En la variedad está la diversión’, reivindicación del pansexualismo más exacerbado, o ‘Atrapados en el ascensor’, celebrado tema ochentero cuya letra parece habitar en un vacío legal: no se sabe dónde acaba el amor y empieza la violación. El fervor de la gente está desbocado. El Pingüino, entre los suyos, ha coleccionado otra noche más de triunfo íntimo, de nimias glorias de estar por casa.

Acaba el show y me retrato con ellos. Mario suda por el mal rato y admite que sufrió cuando el PC se colgó. Germán, el veterano dueño de la sala, hace de speaker y enciende una velada que no ha hecho más que empezar. Habla de acabar amaneciendo y tomando churros como un ritual común en no-sé-qué sitio, pero no hay metro, hace frío y el cansancio nos gobierna y es ya un lastre. Para alguien de provincias la madrugada de sábado en Madrid se vislumbra indómita, ecléctica y carismática, pero por nuestra parte preferimos acotar estilos: la noche que finiquitamos fue sólo de electronasal pop.

raúl