Víctor, caso uno (no necesariamente en orden cronológico): Sueño que me compro un ukelele, lo cato y me sale el swing de dentro; lo sé tocar por instinto y me siento, de un modo bobo, feliz. Le cuento el sueño a Raúl, pactamos aventurarnos al Cash Converters y hacernos con cualquier cosa barata con cuerdas. Se trunca el plan, no hay ukeleles: a tomar por culo sueños y felicidades.

Raúl, caso uno: Mi infancia no es un patio de Sevilla. Es mi hermano, autodidacta pero perseverante, tocando un Casio evolucionado y flamante en su tiempo que resistió muchos años mi indiferencia; luego vino el gusanillo y una leve frustración al comprobar que de allí era difícil obtener algo parecido a una canción. Confirmo los pronósticos: el teclado es disciplina y, por lo tanto, pereza.

Víctor, caso cuatro (reubicado por coherencia narrativa): Alguien regala a mi hermana, por su comunión, un órgano Casio estándar. El universo mantiene así el equilibrio de su ciclo eterno. Cientos de sonidos innecesarios se abren ante mí, incluyendo una demo que años más tarde identificaré como «Wake Me Up Before You Go-Go». Toco algo, improviso, jugueteo con él: me garantizo así poder ser, algún día, un veinteañero nostálgico de la Nocilla y Los mundos de Yupi.

Víctor, caso uno, días más tarde: Sueño que viajo a Brasil y en una tienda de segunda mano encuentro una guitarra cuyas cuerdas son cordones viejos de zapato, se toca rasgando sobre el cordón. Despierto, me reafirmo en mi intención de procurarme lo que sea en el Cash.

Víctor, caso tres (anterior al caso dos): Aprendo, como todos, a tocar la flauta en el instituto. Esto conlleva terribles sesiones de pitidos en mi casa. Al final me engancho y dedico ratos muertos a sacar temas de bandas sonoras de oído: Indiana Jones, Star Wars, Robocop. Supero la asignatura y como siempre pasa, olvido todo.

Raúl, caso dos (bis): Aprendo, como todos, a tocar la flauta en el instituto y acumulo tres de ellas. Me limito al repertorio clásico y académico. Como mucho, ‘Yesterday’. Como buen estudiante, apruebo y lo olvido todo, excepto a dibujar la clave de sol.

Víctor, caso dos: Acabamos el Camino de Santiago, 2004, año xacobeo. Compro recuerdos absurdos. Me conquista algo parecido a la mezcla de una ocarina con un huevo: asubio, leo que se llama. Me lo agencio, soplo un par de veces. Más adelante llegaré a tocar alguna de las melodías del «Zelda: Ocarina of Time» con él, pero sin llegar a mayores.

Raúl, caso tres: Invierto una mínima parte de mi primer sueldo veraniego en comprar una guitarra española. Gama media dentro de la gama mala. O sea, que no es de las peores pero me mirarían raro en el conservatorio si entro con ella. Aprendo fácil unos seis acordes (de todo tipo: mayores, menores y de séptima) y entro en un implacable estancamiento (probable retroceso) que se prolonga hasta hoy.

Víctor, caso cinco: Vivo con un francés, un italiano y una americana. El francés lleva boina, viene de un pueblo perdido de no más de doscientos habitantes y toca el acordeón día y noche. La misma canción, que supongo un himno campesino gabacho. Un día le echo mano al trasto: de tanto oírla, soy capaz de tocar los primeros compases de la tonada al instante.

Raúl, caso tres: Años de universidad. Adrián, Enrique y yo componemos nuestra primera y última canción. Toco la guitarra y escribimos la letra entre los tres. El tema, que nos queda bastante comercial, se llama ‘Nada en la playa’, un retrato costumbrista y descriptivo en una mañana primaveral frente al mar. Aquí dejo el documento con la letra y los acordes: Nada en la playa.

Víctor, caso seis (totalmente lateral): Regalan a mi padre unos bongos primero y un cajón flamenco después. Él toma alguna clase, arranca algún ritmo. Yo pruebo el tacto, pero sin base alguna. Una anécdota más.

Raúl, caso cuatro (también lateral): Por una vez, el Amigo Invisible se tira el rollo y me llevo un buen regalo: un tambor. Pruebo sin convicción. No me atrae esa percusión tribal pero el instrumento es bonito en tanto que objeto. Decoración, qué remedio.

Víctor, caso siete: Tras una transacción económica, soy el dueño de un kazoo o mirlitón. Es en Carcassonne, Francia: no hay lugar más arbitrario para esta compra. Esto sí que lo sé tocar; su graznido de pato loco me acompañará, durante años, en esos botellones de juventud.

Raúl, caso cinco: Jose me deja su guitarra eléctrica y el amplificador. Electrifico mis pocos conocimientos y disfruto. Juego con tonos y ganancias. La Fender disimula la mala técnica y se presta a distorsiones. A veces me entran unas ganas locas de tocarla y cuando la cojo se esfuman porque lo que quiero hacer no sé hacerlo. La toco poco, sin constancia, pero desde hace un año con la púa que me agencié en un concierto de Tequila.

Víctor, caso nueve (el caso ocho no era tan interesante): Me entrego a la mímica musical. Mis consolas se enchufan a maracas, bongos, guitarras. Se me llena la casa de cachivaches que parecen instrumentos musicales. Donde haya un micro de karaoke, ahí estaré yo: cantar mal es algo que sí puedo hacer.

Víctor, caso uno, acto final: Acompaño a Enrique a la mutua, a lucir escayola. Está al lado del Cash Converters. Le cuento mi expedición con Raúl (hace ya varias semanas de eso) y entramos. ¡Oh, sorpresa! Dos ukeleles nuevos, con sus respectivas cajas, me están esperando. Llamo a Raúl a toda prisa, los agarro y corro a pagarlos. Se cumple así, de forma tan modesta, un sueño.

Raúl, caso seis: Qué bien suena el rasgueo aleatorio e ignorante del ukelele. Me hago con una guía de acordes en la que se indica que “hace sonreír a quien lo toca y quien lo escucha”. Camino con él por casa; me lo llevo a cualquier sitio pero estos dedos anchos y gordos son todo un inconveniente para cuatro cuerdas y tan breve mástil.

Raúl, medianos éxitos: Cojo la guitarra, lo intento y renuncio. Pero me quedo tranquilo porque sé que no es fácil. No se trata, pues, de una retahíla de pequeños fracasos. La falta de instinto y de oído se supliría con persistencia y método. Nunca es tarde… para echarle la culpa a los genes por no tener un talento innato.

Víctor, coda: El ukelele está detrás de mí, en la estantería. Es un magnífico objeto decorativo. Puede que aprenda a tocarlo, puede que no; aún así acepto (siempre lo he aceptado) que no tengo verdadera pulsión por aprender un instrumento. No soy un crítico que oculta dentro a un músico frustrado; demonios, ni siquiera soy un crítico frustrado. Me conformo con ser un oyente irredento al que el solfeo, como unas olas caprichosas o una calientapollas cualquiera de discoteca, tienta y evita cíclicamente.

V the Wanderer y Raúl