El concepto se conoce como la ‘banda sonora de nuestra vida’. Viene a significar que los momentos verdaderamente significativos de nuestra existencia vienen acompañados por una canción que sirve como banda sonora del evento en cuestión. Temas que más tarde, al ser escuchados, nos rememoran esas grandes experiencias que en parte sirven para justificar nuestra insulsa presencia en el mundo. La unión de todas estas canciones conforman una especie de ‘The best of’ particular, y todos tenemos el nuestro. La banda sonora de nuestras vidas, como el cáncer o la muerte, equipara a todos los seres humanos.

La música, independientemente de si es buena o mala, puede evocar recuerdos concretos (una ruptura, una boda), épocas (la niñez, los años en la universidad), personas y grupos de personas o estados de ánimos permanentes en el tiempo. Cualquier suceso puede ir acompañado de una canción, pero como la memoria es sabia y por lo tanto selectiva, tendemos a olvidar aquellos que no aportan ningún valor reseñable a nuestro ciclo vital.

Éste no es, sin embargo, mi caso. Yo debo ser un bicho raro, porque no asocio ninguna canción a mi primer beso, mi primer amor, ni siquiera a mi primera aventura picante entre sábanas. Con mis parejas no he tenido aquello que se conoce como ‘nuestra canción’, en todo caso han sido múltiples, tantas como experiencias vividas. En el terreno de la amistad sucede algo parecido: de la misma manera que el día después de salir de fiesta soy incapaz de recordar qué sonó en la discoteca, tampoco tengo la capacidad de componer una banda sonora que resuma las peripecias compartidas que todos señalamos como bases de nuestra longeva camaradería (las fiestas de Nochevieja, los cumpleaños míticos, etc.). Poniéndonos pragmáticos, no recuerdo qué música acompañó mi primer trabajo o el artículo con el que debuté como periodista. Todos esos grandes momentos existen y no se borrarán, pero pasan por mi cabeza silenciados.

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Y sin embargo, podría enumerar sin problemas las obras musicales que han servido de guía a instantes banales, totalmente insignificantes y carentes de cualquier atisbo de épica. ¿Escuchan la canción? Sí, cómo olvidarla, fue la que sonó aquel día que fui a comprar el pan. ¿Y estas otras dos? Por supuesto, las escuché aquella vez que hacía zapping aburrido y cuando fui al cajero a sacar 20 euros. Hechos que ni siquiera merecen un lugar en el recuerdo, que jamás de los jamases aparecerán en mi biografía y que sin embargo, siguiendo el modelo pavloviano, se manifiestan raudos cuando suenan los primeros acordes.

Un ejemplo como otro cualquiera es ‘1986’ de Tachenko. Esta canción futbolera me evoca un recuerdo muy claro, que está vivísimo en mi interior. Suena el teclado durante la breve introducción y eso me traslada a la velocidad de la luz a mi coche. ¿Huyo de alguien? ¿Me persigue la policía? ¿Necesito llegar a un lugar determinado y se me agota el tiempo? ¿Mi vida corre peligro? No, no, no y no. Simplemente voy transitando por la Avinguda Pere el Ceremoniós de Reus y me dispongo a ir a trabajar a ThyssenKrupp Elevadores. Voy cantando la canción, aunque con un punto de preocupación ante la necesidad de aparcar y las pocas plazas disponibles. Pero sé que antes o después encontraré un sitio y no pasará nada. Y este tipo de situaciones son las que aparecen, desdichado de mí, en la banda sonora que he ido tejiendo inconscientemente a lo largo de los años. Son canciones inolvidables que han quedado para servir de mero acompañamiento a momentos intrascendentes.

Tengo 32 años y, en teoría, en el futuro seré el protagonista de muchos sucesos importantes. Pero también se sucederán miles de instantes banales y rutinarios. El tiempo dirá cuáles son los que formarán parte de la banda sonora de mi vida.

Tres canciones, 284. La elección de Withor

TACHENKO – 1986

@adriwithor