La frase que me habría de vacunar de por vida me llegó de golpe, como un pinchazo: «la nostalgia es la puta del recuerdo«. La dijo Cabrera Infante (o alguien lo citó a él) desde mi tele, mientras yo jugaba con mis He-Man o dibujaba o me entretenía con alguna de esas cosas que tan fácilmente podría idealizar de adulto. La puta del recuerdo, dijo, a la que «siempre hay que pagarle por sus favores». Ahora, después de década y media de idealizar el pasado, de recordar la Nocilla y La bola de cristal, de creer que los 80 eran mejores, hasta de recuperar lo peor de los 90, parece innegable que lo estamos pagando.

Acertaba Simon Pegg al citar America de Baudrillard cuando criticó que nuestra cultura popular está infantilizada, pero se dejaba una cosa: no es el pop el que nos aísla del mundo real, el problema es que las industrias nos tratan como niños porque nosotros queremos serlo. Queremos seguir habitando aquel pasado en el que fuimos felices, en el que todo nos parecía mejor porque aún no sabíamos nada, en el que cualquier cosa resultaba nueva y la historia no era asunto nuestro.

Así, idealizamos los 80, con su reaganismo devastador y su infumable mito de la Movida, hablamos de los 90 como una década maravillosa, compramos libros (¡y hasta CDs!) de Yo fui a EGB Generació Tomàtic (ojo al subtítulo: Jo també vaig sobreviure als 90!) y repetimos una y otra vez que ya no se hacen cosas como antes. Nos tapamos los ojos voluntariamente e impedimos la entrada de ideas nuevas, sedándonos con recuerdos selectos, porque los recuerdos son inofensivos y el presente es riesgo.

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Ya advertía Kant que la nostalgia hace que lo pasado sea más vívido que lo presente, y en vez de luchar contra ese espejismo parecemos empeñados en mantenerlo. Usamos artificios para reconstruir un pasado ideal, y de los 90 no recordamos la crisis sino a Curro o Cobi, o recuperamos a Paco Martínez Soria como icono bizarro ignorando su papel en un aparato ideológico. Buscamos ficciones que nos reconforten y acabamos añorando incluso pasados que no son nuestros; sólo eso explica el éxito de series como Stranger Thingsun catálogo vacío de referencias a obras mejores, o la nostalgia del imperio británico detrás de Downton Abbey The Crown. El fan quiere lo de siempre, lo familiar, lo cálido, pero además castrado por las tijeras del olvido. Admitámoslo de una vez: el revival de los 80 y 90 es una plaga y la nostalgia, un lastre.

De la nostalgia en el pop pasamos a la nostalgia en general, y nos aferramos al «Make America Great Again»,  el «Take Back Control» o el «España no puede negarse a sí misma». Esto lo han entendido algunas ficciones modernas, como San Juniperoese capítulo de Black Mirror que dibuja con ironía los 80 como un oasis, Midnight in Paris, en la que cada época intenta escapar a una versión romántica de la anterior, y especialmente la temporada 20 de South Parkdonde el auge mundial del fascismo se relaciona con una añoranza opiácea a través de las ‘member berries, unas bayas inteligentes que amuerman al personal y le van colando ideas regresivas. «¿Te acuerdas de Chewbacca? ¿Te acuerdas de los 80? ¿Te acuerdas de cuando no había ISIS? ¿Te acuerdas de cuando había menos mejicanos?».

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La nostalgia, como fuerza somnífera, aparece cuando creemos que ya estamos bien, que hemos alcanzado el fin de la historia y que no nos quedan objetivos por cumplir, que el futuro no es más que comodidad eterna en la que todos nuestros logros se mantendrán solos. La nostalgia se alimenta también de nuestra incapacidad para adaptarnos, para aceptar el presente, de nuestro sentimiento de indefensión ante el paso del tiempo. Por eso, al nostálgico sólo le apetece acurrucarse entre almohadas que ya tienen su forma y dejar que el presente, algo que no le interesa, arda ahí afuera.

El giro más terrible (salvo, claro, el ciclo de destrucción hacia el que nos dirigimos) es que la nostalgia no tiene interés por el pasado. De hecho, la nostalgia impide que exista la historia, o sólo atiende a ésta si puede comodificarla. Mientras que la historia nos da contexto y perspectiva crítica para entender que somos parte de una cadena que no se detendrá con nosotros, la nostalgia es caprichosa, infantil, ególatra, quiere que el pasado sea no ya tal y como lo recordamos sino como lo queremos recordar. La nostalgia crece mientras menos capaces somos de aceptar el cambio, de entender que este cambio no sólo comporta pérdida sino también vida nueva.

Por eso, la nostalgia es algo más que la puta del recuerdo: es el vigilante mafioso que se interpone entre nosotros y nuestros recuerdos, a los que finge cuidar para extorsionarnos; es el diablo al que la memoria vende el alma por un poco de calidez falsa; es un terrorista que cobra impuesto revolucionario, es un troll bloqueando un puente. La nostalgia se aprovecha de la muy humana necesidad de tener pasado, es memoria con apego enfermizo, explotada por una maquinaria industrial primero y política después para doblegarnos. La nostalgia no es una posible causa de sufrimiento, es un tipo de sufrimiento en sí. Y ese sufrimiento, ese troll, ese diablo, está  ahora en nuestras puertas para cobrarse lo adeudado. ‘Member?