I

La Glyptotek dedica una exposición temporal a los mundos de Gauguin, el pintor postimpresionista francés. El título de la exposición está bien traído. Gauguin vivió varios mundos y los pintó. Al final, por asqueo a su mundo originario, se fue al otro mundo cuando contaba con 54 años.

La exposición es sobria. Consume poco tiempo. Contrasta, ciertamente, con la vida de excesos y consumos del pintor, cuando se dedicó a la pintura en cuerpo y alma. Gauguin representa mejor que nadie al artista romántico, maldito. De origen burgués, se empezó a ganar la vida como agente de bolsa en París hasta el crash de 1882. Fue entonces cuando Gauguin se decide dedicarse a la pintura a tiempo completo. Se muda a Copenhague con su mujer Mette. Tienen cinco hijos. Intenta ganarse la vida como se espera de alguien de su condición. Vuelve a la pintura a tiempo completo y se echa a perder por medio mundo “primitivo” hasta dar con sus huesos en una colonia francesa allende los mares.

II

Supe por primera vez de Gauguin a través de la ficción, por lo que adelanto unas disculpas. Mario Vargas Llosa recreó su vida en la novela El paraíso en la otra esquina, de 2003. Su vida y la de su abuela, Flora Tristán, una de las primeras feministas de la historia, cuando en Francia y en Europa – entonces sí – ser feminista era realmente un acto de valentía.

Vargas Llosa recreó en la ficción los últimos años de un Gauguin seducido por el mito del buen salvaje. Fueron sus años de perdición y también los más fecundos. Es el Gauguin que mejor se conoce y quizá sea el mejor Gauguin que podamos conocer. No lo sé. En la exposición de la Glypotek se puede contemplar uno de los cuadros de su época danesa: “Patinadores en los jardines de Frederiksberg”, de 1884. Un cuadro en las antípodas del Gauguin que quiso ser primitivo en vida (y lo consiguió), pero no en obra.

El cuadro muestra una bella imagen otoñal de Copenhague. Una imagen que me retrotrae a Hamburgo, una ciudad que por muchos motivos me recuerda a Copenhague. Niños que patinan; niños burgueses, en una ciudad burguesa, cometiendo el vicio burgués – e infantil – de divertirse. El Gauguin canalla y maldito, que quiso abandonar la civilización por la cultura – la civilización, como recordaba Savater hace tiempo, solo hay una y es universal; la que supera los dogmas y prejuicios de las distintas culturas – logró expresar sobriamente la simpleza de la civilización. Luego fue en la simpleza del primitivismo donde expresó su espíritu más civilizado: su individualidad irreductible, única, con la que se independizó de su comunidad cultural de pertenencia: la Francia – y Europa – civilizada del momento.

III

La Glyptotek de Copenhague – pues existe otra, más antigua, la de Múnich – es un museo dedicado principalmente al arte escultórico grecorromano, pero con una extravagancia: lleva nombre de cerveza: Ny Carlsberg Glyptotek.

La extravagancia se debe a su fundador, Carl Jacobsen, uno de los prohombres de la ciudad. Un coleccionista de arte, filántropo (menos con su padre) y fecundo en otras extravagancias. Fundó la famosa cervecería, a la que le puso el nombre familiar de su progenitor, Carlsberg, quien había fundado anteriormente una cervecería homónima.

Parece que padre e hijo no se llevaban muy bien, y el primero no tuvo más remedio que competir, combatir y perder contra su vástago, quien bien hizo honor al viejo proverbio de los cuervos y los ojos. Carl Jacobsen forzó primero a su padre a renombrar la cervecería (Gamle Carlsberg, es decir, Vieja Carlsberg ) y luego la disolvió en la suya, que mantuvo el nombre, por el que se conoce ahora: Ny Carlsberg (Nueva Carlsberg).

IV

Carlsberg hijo, como decía, fue un dechado de extravagancias que como todo buen europeo educado del siglo XIX se interesó por otras culturas. Entre ellas, las de la India. También cogió gusto por animales igual de exóticos: los elefantes de la India. De ahí surge una de sus extravagancias, que al observador despistado le puede llevar a un malentendido: a Carlsberg hijo le dio por poner de logo en sus cervezas un elefante con una cruz gamada.

A Carlsberg hijo le gustaba tanto ese símbolo que mandó hacer dos esculturas – ineludibles a la vista de cualquier visitante – a la entrada de la fábrica: dos elefantes con cruces gamadas. Pero las extravagancias no acaban aquí; ni tampoco las cruces gamadas. Cualquier visitante atento de la Glyptotek que visite la exposición permanente dedicada al arte antiguo mediterráneo observará algo interesante al mirar el suelo: las losas están adornadas con pequeñas esvásticas. Y así hasta llegar a las salas dedicadas a la Grecia y Roma clásicas; de las que se sentían deudores, por cierto, unos señores alemanes con aberrantes visiones de supremacía racial que sembraron media Europa de grandes esvásticas y millones de cadáveres.

V

Si uno mira las fechas resolverá el malentendido: la Glyptotek se fundó en 1882 y el edificio donde se aloja ahora toda la colección se inauguró en 1897. El logo de los elefantes con esvásticas – así como las esculturas de la entrada de la cervecería – es muy anterior a los años 30. De hecho, por motivos que a nadie se le escapará, ese logo desapareció de las botellas. También por los años 30. En el museo Carlsberg – el de la cerveza, no la Glyptotek – sólo se informa, lacónicamente, que el símbolo “cambió de significado”.

La vida le dio para más extravagancias. La última, un año antes de su muerte, en 1913. Carlsberg hijo mandó construir una estatua en los confines de la ciudad, fascinado por un ballet – y, sobre todo, por una bailarina – al que había asistido en el Teatro Real de Copenhague. La bailarina aceptó hacer de modelo para la estatua. Pero la idea de posar desnuda no le hacía tanta gracia. Así que el escultor, Edvard Eriksen, echó mano de un recurso doméstico: modeló la cabeza a imagen y semejanza de la de la actriz; y el cuerpo, según las medidas de su mujer, menos pudorosa.


La escultura se llama La sirenita – por el cuento del escritor Hans Christian Andersen – y, con los años, se convirtió en el monumento más famoso y visitado de la ciudad.