A veces pienso que inventamos el cine para poder cargarnos cosas con algún pretexto. Todos llevamos dentro un arquitecto de megaconstrucciones y un Godzilla para aplastarlas; las películas nos sirven para ver esa destrucción sin tener que pagar el precio. Queremos ver las cosas que más odiamos (pero también las que más nos gustan) reducidas a cenizas: esa calle, aquel monumento y, por qué no, el mundo entero.

Ya desde bien pronto, Abel Gance se encargó de usar el cinematógrafo para finiquitar el planeta. Su ‘Fin du monde’ nos enfrentaba, en el 31, a un cometa asesino. Lo hacía sin dejar mucha esperanza y ésa es la idea que más me cautiva: el fin inevitable, la reacción ante la triste y definitiva noticia de que nos vamos todos a tomar por culo.

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No me malinterpreten: algunas hazañas heróicas, luchando a contrarreloj para salvarnos a todos in extremis, están bien como entretenimiento. Cójanme con el día tonto y a lo mejor hasta me pillan viendo ‘Armageddon’. Pero la peripecia salvadora tiene un recorrido limitado y ya nos lo sabemos: yo quiero ver rebeldía, rechazo, resignación, en fin, todo el espectro kübler-rossiano, respuestas humanas a un fin que es el de todos y uno mismo.

Tal vez por eso preferí en su momento ‘Deep Impact’, con su melodrama fácil pero cargado de fatalismo. El chiringuito baja la persiana y cada uno es libre de quemar sus últimos días, horas y minutos según le venga en gana. Pero ojo, el derrumbe de la sociedad y su consabido pacto no es lo que más me atrae. Para ver containers en llamas bajo a la calle, tal como están las cosas. No, aunque el caos fílmico siempre tiene su gracia, prefiero verlo como telón de fondo para viajes de despedida más personales.

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Hablo, por ejemplo, de la aún reciente ‘Melancholia‘, película de Lars Von Trier que parte de un supuesto astronómico cafre: un planeta descarriado entra en nuestro sistema solar y viene directo a por nosotros. Choque frontal, bam, a la mierda, probabilidad de supervivencia cero. El planeta entero se va a desintegrar, por mucho que Jack Bauer ande por ahí de fondo diciendo que nos calmemos, que son exageraciones.

Tras una primera mitad (la boda) cargada de humor negro, angustias de depresivo egocéntrico y un poco de pedantería, la segunda va al trapo y nos planta a pocas horas del leñazo fatal. Angustia de verdad, especialmente porque la destrucción es inevitable: ya la hemos visto en un bellísimo prólogo, ya hemos reconocido el elefante en la habitación. No esperen un último golpe de suerte que nos perdone.

Von Trier se lo pasa bien destrozando cosas bonitas y eso se nota, aunque lo que él quiere destruir no son monumentos, rascacielos o ejércitos: son personas. A todas, incluidos nosotros, sus espectadores.

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Menos nihilista y con menos ínfulas, aunque también sin paños calientes, está la canadiense ‘Last night‘. Una película pequeña que escribe, dirige y protagoniza Don McKellar, que parece ser que nadie ha visto. Aquí se nos muestra el último día del planeta ante un inminente cataclismo (no se especifica, sólo vemos una luz creciente: ¿la ola de una supernova?) a través de un grupo de personas, tirando de la fórmula de vidas cruzadas sólo lo justo para articular el conjunto.

En el centro está la pareja formada por Sandra Oh y el propio McKellar, dos personajes fascinantes bien descritos, descubiertos con ritmo exacto. Hay anécdotas, bajezas, poses, rupturas contenidas, hedonismos, violencia, generosidad, pulsiones sexuales y, por encima de todo, mucha sinceridad. Es una película humana con un broche precioso que sería una pena que se perdieran.

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La última pieza de esta trilogía improbable, y motivo de que esté aquí escribiendo, es la recentísima ‘Seeking a friend for the end of the world‘, a la que tenía el ojo echado y que Adri me recomendó con entusiasmo. La misma premisa (el fin es inevitable, los últimos días del planeta, etcétera) parece estar puesta al servicio de una comedia negra hecha para Steve Carrell y con Keira Knightley como improbable interés romántico. No es que sea una mala impresión, pero háganme caso: la película va mucho más allá.

El humor funciona (es una buena comedia, tal vez no brillante, pero sí muy efectiva) y además sirve de excusa para hilvanar situaciones verosímiles, lógicas, que hacen un buen repaso de la condición humana. Hay mala leche pero no es una gamberrada de la nueva comedia R americana. Carrell es un perdedor reprimido pero también es mucho más. Knightley es una caprichosa inmadura pero también dibuja una persona magnética (¿aún hay que defenderla? ¿nadie ha visto ‘Never Let Me Go’?). Son dos personas de verdad y, para colmo, ambos encajan asombrosamente bien. De nuevo, hay momentos de pura verdad, brillantes, humanos, honestos, y un cierre para enmarcar.

Son películas difíciles aunque no deberían serlo. El frikerío las despreciará por pedantes y silenciosas, el espectador medio preguntará dónde están sus risas o sus explosiones y los aspirantes a crítico se quedarán en la superfície para no ver los matices. Para colmo, algún crítico trasnochado alabará sus «sensibilidades indie» y se nos quitarán a todos los ganas de verlas. No permitan que esto pase. Presten sus ojos a estos tres apocalipsis personales (como decía Max Payne, ¿no lo son todos?), a lo que cada una de sus personas encuentra al final de su periplo. Al presente que nos vemos obligados a mirar cuando a nadie le queda futuro.

Por mi parte, que viva la destrucción si nos trae tan buenos y directos reflejos de nosotros mismos y que el fin del mundo nos pille, como decía aquel, bailando. O al menos con buena música y mejor compañía.

V the Wanderer