1. El día antes del referendum del Brexit revisaba propuestas para un congreso europeo en una cafetería de Palma de nombre francés. La dueña, andaluza afincada hace décadas en la isla que se niega a considerarse emigrante, discutía con una clienta inglesa, quien también lleva cuarenta años bajo el sol mallorquín pero todavía habla de los isleños como «vosotros». La conversación giraba en torno a las vacaciones, el trabajo y otros tópicos, y se desarrollaba a golpe de chistes y aspavientos. «Yo estoy orgullosa de ser española y no me iría fuera por nada del mundo», «aquí siempre estáis de fucking fiesta», etcétera. Debí haberme reprimido, pero no lo hice y metí un pie en el intercambio, y acabé oyendo (me lo tenía merecido) frases de segunda mano sobre  el buen y el mal clima, los inmigrantes que nos roban el trabajo y hasta sobre Gibraltar. Recordé a Steiner, que decía que Europa es «ante todo un café repleto de gentes y palabras», y por primera vez me planteé si aquella definición no era también una advertencia.

2. Ningún país resume tanto Europa como Malta. Por ella pasaron, entre otros, fenicios, persas, romanos, vándalos, árabes, sicilianos, aragoneses, franceses y británicos. Todos dejaron sus huellas y todos se acabaron largando, sin lograr que el país dejara de ser un lugar extraño, casi alienígena, una isla a la que sólo se debería poder llegar con una brújula rota y una tormenta de espanto. Malta es una condensación de Historia, amontonada sustrato a sustrato, en la que se puede tomar un autobús británico de los años 50 para visitar los templos megalíticos más antiguos del planeta (más que el popular Stonehenge: el pasado también tiene marketing). Atesora también poblaciones de origen árabe como Rabat y Mdina y lugares únicos como La Valleta, una bellísima ciudad ordenada, funcional y elegante, fundada en un tiempo en que la europea era una civilización sucia y menor. Europa no se entiende sin Malta y a la vez ningún país pone tanto de manifiesto una de sus claves: es imposible resumirla.

3. Nos advierte Fenollosa que China no existía hasta que fue vista desde fuera. También fue esa mirada externa la que hizo que América y África se descubrieran pese a haber estado siempre ahí. Europa, en tanto que no ha sido conquistada, no puede ser descubierta, y se ve obligada a construirse (y, como señala Kwame Anthony Appiah, su invención es reciente). Viajar por ella es elegir con qué sesgo se conectarán los puntos y se filtrarán las diferencias, como en aquel viaje por carretera que nos llevó de Tarragona a los Alpes pasando por Collioure, Carcassonne, el puerto de Marsella, la Costa Azul, Mónaco, Verona, Innsbruck, Neuschwanstein, Zurich y Lyon, pero también como en los viajes diarios, más modestos, cruzando el puente de Öresund cuando vivía en Suecia y trabajaba en Dinamarca. En mi último camino de Santiago, Beatriz y yo pasamos un puesto fronterizo abandonado en el antiguo límite con Francia. Carreteras, puentes, ruinas, fronteras geográficas que se salvan y barreras que se abandonan: ésas son las construcciones palpables de Europa.

4. Enzensberger señala el gobierno de Bruselas como un «monstruo gentil», la primera forma de post-democracia pacífica. Este último adjetivo, viniendo de un pensador que ha conceptualizado la violencia urbana como «guerra civil molecular», no debería ser tomado a la ligera. La Pax Europaea, de la que ya nadie habla y que todos damos por sentado, es un logro excepcional. Nos hemos acostumbrado tanto a ella que olvidamos que Europa creció regada en sangre, y que cuando el continente se nos quedó pequeño buscamos colonias en las que expandir nuestro odio enquistado. Bruselas, pienso mientras paseo por ella, es tanto un monstruo gentil como un tratado de paz. En sus plazas y bares descubro una ciudad mucho menos aburrida de lo anunciado; en el Quartier Nord, barrio rojo cercano a la estación de tren que recorro con mis peores ropas, asisto a una guerra civil molecular reducida casi a lo atómico. Es 2013, el Nobel de la Paz otorgado a la Unión todavía está reciente y quedan un par de años para que Maelbeek se haga tristemente famoso. En mi excursión a los bajos fondos de la capital me sobrevuelan tres ideas: la paz, la post-democracia, el monstruo. Sospecho que las dos primeras no son más que frágiles e imperfectos experimentos para domar a este último, que ha sido siempre, admito, el verdadero cuerpo del continente.

5. En un acogedor piso de Cracovia, Enrique, Javier y yo discutíamos en círculos las bondades del unionismo frente a los separatismos. Los tres tenemos una vena sofista, no sé si movida por la empatía, la duda o un impulso contrarian, y pronto exploramos posiciones opuestas: las de los que se quieren ir, las de los convierten la adhesión en secuestro. Los hechos, los mitos y los tópicos se nos cruzaron y por un momento estuvimos a punto de hacer una enmienda a la totalidad de la Unión Europea, hasta que nos dimos cuenta de lo evidente: dos catalanes (de padres andaluces y por tanto, mal que le pese a la empresaria mallorquina, emigrantes) formados en Italia, Dinamarca y Estonia estaban visitando a un gallego que cotizaba y quería en Polonia… preguntándose si Schengen o Erasmus habían servido de algo.

6. Unión es que se eliminen barreras y que la vida cotidiana, y no sólo los viajes, pasen fuera. A menudo pienso que mi vida académica no hubiera existido sin Europa: a mis dos estancias largas en Dinamarca (como estudiante en Roskilde, como investigador en Copenhague) he de añadir un par de semanas de escuela doctoral en Tartu, que fueron determinantes para entender dónde me estaba metiendo, y varios congresos en Aarhus, Oxford y Malta, de los que quiero creer que salí intelectualmente reforzado. La relación entre Europa y la universidad es fundamental y radical, y cada una salva a la otra de sus cegueras. Unión, en mi experiencia, es eso: que el pensamiento, y no sólo el trabajo, pase fuera, que el diálogo nos haga acumular y compartir conocimiento, construir entre todos una versión mejor de nosotros mismos.

7. Londres es una de las pocas ciudades que pueden considerarse europeas, junto con, tal vez, Berlín y Ámsterdam. No así Barcelona, por mucho que lo pretenda la interminable campaña de marketing que lleva ya en marcha un cuarto de siglo. Compararlas resulta ilustrativo: a Barcelona le falta intercambio internacional más allá de un turismo arrasador y le sobra actitud cool (tal vez deberían leer a Thomas Frank), mientras que Londres muestra las heridas internas y los abusos externos del continente, así como un grato pragmatismo intelectual. La primera no es ambigua y está desesperada porque el mundo entero la ame; la segunda está obligada a redefinir su relación con las antiguas colonias y los antiguos enemigos y vive rodeada por un país que desconfía de todo lo que no esté en su archipiélago. Londres es el resultado de una negociación que sigue en activo (ahora más que nunca) y en la que hay mucho en juego. Por ello representa mejor las complejidades de Europa, incluido su carácter apocalíptico y culpable: también Steiner advertía de que la cultura europea era consciente de su propio ocaso.

8. Pocos proyectos políticos he sentido tan míos como el de la Unión Europea. En ella veía, de forma ilusa, una superación de la dictadura sentimental, una forma de organización consensuada y basada en la reflexión. Europeísmo sin eurocentrismo. Ahora entiendo que Europa necesita ser emocional o corre el riesgo de ser devorada desde dentro por otros monstruos, menos gentiles y más familiares. Pero eso no ha de desviarnos de la única manera estable de descubrirnos a nosotros mismos: sin idealizaciones románticas, sin totalitarismos morales, sin excepcionalismos. Me siento más europeo cuando leo a Mary Beard sobre las miserias cotidianas del imperio romano, a Russell sobre la desorganización política de la antigua Grecia (o sobre el hecho de que el signo de Europa ha sido, durante siglos, la intolerancia) o a Zizek sobre la impostura de la autoflagelación europea («no hemos estado a la altura», «queremos imponer nuestros valores», and so on). Construir Europa requiere descubrirla mientras viajamos por ella y la encontramos desnuda, sin ideas previas; en sus cafés, en sus calles, en sus universidades, en las casas de los amigos que se han dispersado por ella, en las heridas de un pasado largo y bárbaro que, como han entendido los alemanes, es nuestro y ha de servirnos como advertencia. Y además requiere que lo hagamos rápido, porque ya se oye a los monstruos desperezarse.