1. ¿Por qué visitamos los museos del horror? ¿Por qué va alguien a Auschwitz, Hiroshima o el gueto de Varsovia? ¿Es por el reclamo histórico, o acaso por el turismo de lo macabro (ése que el periodista neozelandés David Farrier retrata en su serie Dark Tourist)? Quiero creer que no, o al menos que no sólo. Que hay algo más allá del vértigo. Sea lo que sea.

2. Es un tópico decir que todo el mundo debería visitar Auschwitz, pero eso no lo hace menos necesario. También es un tópico volver de allí acongojado, luciendo sensibilidad, pero eso no evita que todavía tenga pesadillas con ese lugar. Auschwitz es el lugar donde murieron los porqués (“hier ist kein warum”, respondía el guarda nazi a Primo Levi), pero también un sitio donde las palabras conservan todo su peso. Donde todavía golpean. Auschwitz no es sólo un memorial del agravio ni una celebración de la supervivencia, es una palabra que significa.

3. Andrés Barba, en su estupendo La risa caníbal, recupera un artículo del Nobel de Literatura y superviviente de Auschwitz Imre Kertész, titulado “¿A quién pertenece Auschwitz?”, en el que afirma que la obra de Spielberg es “tan kitsch como un dinosaurio gordo” porque muestra la mera supervivencia como forma de triunfo. La lista de Schindler, resume Barba, había sido rodada bajo la falacia sentimental de que aún existía en Auschwitz la noción de “persona”, y era por tanto mentirosa hasta la indecencia. Es una fantasía que no nos atrevemos a romper, y no me atrevo a culpar a Spielberg. Viajar a Auschwitz es la constatación de que todo imperativo moral sigue siendo hipotético, que se sigue aceptando “como si”. Que se pueden construir lugares de deshumanización.

4. Viajé a Auschwitz para librarme de otra fantasía doble. Por una parte, la idea de que el mal es monstruoso, inhumano, es decir, que no puede habitar en nosotros. Nadie de nuestra especie podría crear un lugar así. La segunda parte de la fantasía, derivada de la primera, es igualmente atroz: ante el (re)descubrimiento de que los malvados son personas, que tienen vidas familiares, amistades y emociones, pasamos a humanizarlos, es decir, a devolverlos a nuestro lado, el otro lado del mal. Lo humano y el mal siguen separados. Las series de ficción de las últimas décadas han explotado con gusto esta fantasía. Auschwitz, al contrario, humaniza de verdad: nos prueba que un recinto así es obra de arquitectos humanos, que no surgió de ningún vacío cósmico o abismo infernal, que sus mimbres están en todos nosotros. No hace falta un Virgilio para guiarnos por Auschwitz.

5. No es el único museo del horror que he visitado, ni la única cicatriz que nos dejó el corto siglo XX. A sus tres heridas irrecuperables (Auschwitz, Hiroshima, el gulag), que no dejaron vuelta atrás al caleidoscopio de la historia, se pueden añadir decenas de ecos y derivadas: Sachsenhausen, Varsovia, la casa de Anna Frank. Otros nos quedan todavía vetados, pues siguen en activo: cruzo simbólicamente la frontera entre las dos Coreas, dentro de los edificios ubicados allí por la ONU, y pienso en todos los horrores sobre los que he leído; los campos de concentración, las hambrunas, los niveles y niveles de vigilancia y sospecha. Confío en poder visitarlos algún día, ya convertidos en museos, casi como una plegaria optimista o un compromiso con su memoria.

6. Paseo por Seúl y unos chicos jóvenes, de la edad de cualquiera de mis estudiantes, me entregan una pulsera y me muestran fotos de campos de trabajo forzados al otro lado de la DMZ. Les hablo de mi interés por el tema, de cómo mi buen amigo Javier y yo intercambiamos todo libro y reportaje que nos cae en las manos sobre Corea del Norte, y se sorprenden. Me preparo para firmar o darles algún donativo pero me detienen: no quieren más que dar a conocer la cuestión. Hacer visible. Me piden que siga hablando de ello cuando vuelva a casa.

7. Me sentí obsceno fotografiando al soldado que hacía guardia en la frontera norcoreana, y aún así no pude dejar de hacerlo. Los museos del horror nos impiden ser del todo turistas pero también nos obligan a serlo. Somos visitantes ajenos, antropólogos en Marte, fotografiando una experiencia que no puede ser nuestra. Accedemos a la representación del acontecimiento pero también a sus restos, a sus huellas vivas. Frente a las imágenes del dolor de los otros, el aire de los lugares, la presencia de los lugares. Un “esto es real” que nos sacude, que nos sitúa en el mundo y en nuestros cuerpos (de turista), en la herencia que no nos hace culpables pero sí responsables.

8. Cuando uno escribe sobre los museos del horror, todo lo que diga es vacío, puro gesto, cliché. Tampoco se puede escapar del tono grave; como mucho, podemos moderar los adjetivos, y aspirar al mejor arte de la simple descripción. De los museos del horror se escribe siempre mal, de forma incompleta, insatisfactoria, pero cómo no escribir. El mismo día que visito a la DMZ tengo la suerte de conocer a una desertora norcoreana que me responde algunas preguntas. Era militar, el país tiene redes de vigilancia superpuestas en todas partes, cualquier delito ideológico implica un castigo a tres generaciones. Vuelvo a hablarle de los libros que Javier y yo compartimos. ¿Qué podemos hacer desde la distancia?, le pregunto. Sigue leyendo, asiente, sigue contando.

9. El museo de la bomba nuclear de Hiroshima vuelve a golpearme con la crudeza de los hechos, del acontecimiento que se pierde en las explicaciones e interpretaciones. Sobre todo por su proximidad a la cúpula Genbaku, único edificio que se mantuvo en pie en el epicentro de la explosión. Enrique y yo nos perdemos, nos separamos y salimos a tomar sendos respiros para volver a la visita. Pero Hiroshima, frente a otros museos del horror, es un lugar con luz. Una ciudad que supo convertirse en emblema de paz, de yurusu bunka o cultura del perdón, de canto a la bondad no por candidez sino por ser muestra viviente de su alternativa, el horror. Hiroshima no es una ciudad de víctimas (pues la víctima se define por lo que le han hecho) sino de propuestas, de interpelación, de vidas que hacen y se hacen para mantener viva una llama que nos dice: “lo peor puede pasar; ha pasado”.

10. David Lynch ubica el origen del mal que cruza de otro mundo al nuestro, en su brillante Twin Peaks: The Return, en la primera detonación nuclear de la historia. John Gray va más allá y cuestiona el mito del progreso preguntándonos qué le parecería a un humano antiguo, de los que hacían sacrificios humanos y ejecuciones en la plaza pública, la bomba nuclear.

11. “A Hiroshima”, leo en la contraportada de Tiempo de Hiroshima, bellísimo libro de Suso Mourelo, “hay que acercarse desde el presente, sin trazos de color sepia, sin negrura, pues lo negro ya está contando”. Yo no lo conseguí. El propio autor reconocerá a las pocas páginas que tal tarea es (todavía) un imposible, o un espejismo. El pasado, en Hiroshima, pesa. Como Auschwitz, es un significado contundente en medio de tiempos de simulacro.

12. Leo que el dark tourism lleva más de una década visitando gulags soviéticos e incluso encuentro tours virtuales en 3D por internet. No lo incluyo entre mis planes de viaje. Por ahora.

13. Recuerdo el crematorio de Sachsenhausen. Recuerdo la primera vez que vi en persona el “arbeit macht frei” en unas puertas. Recuerdo el camino que iba de la estación de tren en Birkenau a la cámara de gas. Recuerdo fotos y selfies en Auschwitz o el memorial del Holocausto en Berlín, quizá intentos desesperados por capturar o capturarse (¿no decía Sontag que nos fotografiarnos en los lugares que no conseguimos entender?). Recuerdo las estrecheces de la casa de Anna Frank en Ámsterdam. Y recuerdo los intentos por usar el humor para salvarnos del sentimentalismo dentro de aquellos laberintos, el humor como fractura que nos devuelve la lucidez, como reacción al absurdo, y la frustración que todos sentíamos al no ser capaces de bromear en aquellas escenas.

14. Los actos terroristas plantan museos del horror, dejan huecos en las ciudades que se deforman sobre lo cotidiano como queloides. La zona cero de Nueva York, los trenes y metros de Madrid, Londres o Tokyo, las ramblas de Barcelona o Cambrils, a veinte kilómetros de uno de mis hogares: caminar por todos ellos elimina la politización y explotación de la historia (no la culpa) y nos devuelve a la muerte, a lo humano, al horror.

15. El gueto de Varsovia es un lugar sin marcas, o de marcas ocultas, que necesita un guía. Es un museo del horror por ausencias.

16. Quizá el mayor aprendizaje que uno extrae de los museos del horror, y quiero creer que por eso los visito, es que una sociedad se define tanto por aquello que debate como por aquello de lo que entiende que no se discute. Adorno escribía que Auschwitz nos había legado un imperativo categórico negativo, el de “orientar nuestro pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita”, y que pensar siquiera en fundamentar ese imperativo, en argumentar por qué había que seguirlo, era un fracaso.

17. Joan-Carles Mèlich, en su Ética de la compasión, escribe a raíz de esto: “El interés de la reflexión de Theodor W. Adorno reside en afirmar algo que la modernidad se ha negado a admitir, y frente a lo cual se ha acorazado: la convicción de que la barbarie anida, y seguirá anidando, en el corazón de nuestra civilización mientras perduren las condiciones que hicieron posible la bestialidad que Auschwitz representa”. Una sombra que no podemos negar con esa ética infantil que se escuda en el “yo no tengo la culpa” y el “nadie me obliga”, una herencia (que no una acusación) con la que algo tenemos que hacer. Quizá visitar los museos del horror nos lo recuerde, como vacuna, y con eso ya basta para seguir entrando en ellos.

18, a modo de epílogo. La segunda vez que fui a Florencia, vistas ya las galerías de los Medici y los Uffizi, visitamos un único museo: una exposición kitsch, cochambrosa y de mal gusto sobre psychokillers americanos. También hay que saber entregarse al dark tourism.