1. Soy un turista y a veces no me queda otra que contratar servicios para turistas, y cuando vuelvo de un viaje me irrito descubriéndome con “síndrome postvacacional” y otras estupideces de esas que llenan las noticias cuando no hay noticias. Lo acepto. Supongo que la realidad se impone y, si uno no es un caso perdido, desinfla cualquier impulso automitologizante. Turistas fueron los que emprendieron en el XVII y el XVIII el grand tour por Europa, una de las costuras históricas del continente. Turistas fueron Schopenhauer, en su Bildungsreisen de 1803, o Mary y Percy Shelley en 1814 y 1816, quienes además se harían luego turistas escritores con su History of a Six Weeks’ Tour. Turista se reconoce el escritor de viajes que más ha influido en mis ideas sobre la escritura de viajes, Javier Reverte. Y, sin embargo, el impulso de rechazo al turismo es casi tan universal como el turista, y mucho más presente entre quienes viajan. O viajamos. Veo aquí un elemento tonto de distinción (“yo no soy como los demás, yo lo hago bien”) pero también una admision de las patologías del viaje y sus peligros. Pocos turistas quieren reconocer el alma oscura de lo que hacen.

2. Es septiembre, 2019. Me descubro, decía, con algo así como ese “síndrome postvacacional” que tanto detesto, que me parece uno de los problemas más estúpidos del primer mundo, una de las obsesiones con el síntoma más torpes o maliciosas de nuestra cultura. Acabo de volver de un verano entre Taiwán y Okinawa, y la isla en la que vivo me recibe gris, lluviosa, mi lugar de trabajo convertido en un caos físico por culpa de unas obras interminables. Llego al despacho con los pantalones empapados y las suelas llenas de cemento en polvo, seguido por un coro de taladros que me acompañará durante horas. Es una de esas puestas en escena de cineasta poco sutil.

3. No suele costarme volver de un viaje. Me gusta cómo estos se imbrican en mi vida local, como resuenan en ella y viceversa. Llevo años contando, siempre que alguien tiene la mala suerte de preguntarme, que somos criaturas atrapadas entre dos polos, el hogar y la fuga. Un viaje eterno no sería viaje, los nómadas se mueven siempre de un hogar a otro. No suelo entregarme a esos delirios viajeros que proliferaron con los blogs temáticos y el nomadismo digital. Y, a pesar de eso, cada vez me resulta más difícil volver de Asia Oriental, una parte del mundo en la que más cómodo me siento a medida que más la libero de romanticismos turísticos.

4. Esa misma tarde, voy a la biblioteca pública y sin pensarlo me vuelvo a casa con Stevenson, Javier Reverte y Viaje a los dos Orientes, de Clara Janés. Necesito seguir viajando y pensando el viaje.

5. Las lecturas a las que me dedico esa noche, sin embargo, son otras. Durante las semanas anteriores, mientras viajaba, he acumulado noticias y reportajes críticos con ese turismo patológico, y ya los titulares dibujan un mapa terrible: “Este paisaje no existe: cuando el postureo fotográfico se va de las manos en busca de un like”, “Bali se harta de los mochilimosneros”, “Críticas a una turista que intentó liberar a unas gallinas del zoco de Tánger por la fuerza”, “Ir a ver pobres”… Los textos están llenos de esos neologismos y conceptos de moda que tanto gustan al periodismo, como poorism, slumming o begpacking. Me incomoda este catálogo de bobos (de “bourgeois-bohemian” pero también de los otros), por lo que revela del viaje convertido en consumo pero también por resultar demasiado evidente, demasiado exculpatorio: no me cuesta ver ahí cosas que yo no hago, maneras equivocadas e irresponsables de viajar que confirman la bondad de mis hábitos. Podría decirlo: yo no soy turista.

6. Y aún así, aunque yo no mendigue con un cartel para pagarme el billete en un país más pobre que el mío, yo vuelo con esas gentes, comparto con ellos hoteles y hostales, visito algunos de los mismos sitios. Si lo que hago es diferente, lo será en el adjetivo, no en el nombre.

7. Otro texto entre mis lecturas pendientes hurga en una llaga diferente: ¿y qué hay de la contaminación? El autor, un escritor de viajes profesional llamado Henry Wismayer, remata así: “I will reckon with a gathering sense that regular travelers like me are loving the world to death. And that perhaps this love might be better expressed by letting it be.” Los viajeros frecuentes estamos amando el mundo hasta matarlo. Aunque me comporte como alguien decente una vez en mi destino, he llegado allí usando la misma maquinaria sobreacelerada.

8. El viaje como una forma poco disimulada de (post)colonialismo, de una parte, y la máquina destructora, casi tolkieniana, de otra. Quiero volver al viaje que no he cerrado y a la vez cada vez soy más consciente del incendio turístico. Esta cuestión requiere una respuesta real y, diría, urgente.

9. No me bastará con reconocer mi complicidad. Tampoco con la autoflagelación, la despreocupación o el “postureo ético” (“virtue signaling”). No creo demasiado en ninguna de esas cosas. Tampoco confío en las alternativas oficiales, más allá de lo cosmético: las industrias han encontrado maneras de vendernos tanto la culpa como su expiación sin cambiar de caja. Hay un ecologismo Coca-Cola. Y aún así, viajo. O sea, hago turismo. No consigo encontrar una forma de ser en el mundo sin el viaje. ¿Por qué viajamos los que nos espantamos con el sobreturismo? ¿Qué aporta tanto movimiento que no sea capricho, consumo o vanidad?

10. Un texto más de los guardados durante el verano: Pilar Rubio, librera histórica de Altair y ahora editora de La línea del horizonte, cuenta en una entrevista que “los libros de viajes están en crisis porque viajar se ha convertido en algo banal, superficial y narcisista”. Se debe, dice, a que la crisis económica coincidió con un viraje a lo digital “y unos viajeros que ya sólo buscaban información en Internet”. Habla de gente (“joven”, dice ella, pero yo añadiría que el cambio es transversal) que viaja sin referencias literarias, que deja de “profundizar en aquello que viven en sus periplos”.

11. Se puede viajar a la superficie y volver tal como nos fuimos. Los tópicos sobre las virtudes ennoblecedoras del viaje se equivocan (a medias). Viajar no abre la mente, no cura los nacionalismos ni nos ayuda a conocernos a nosotros mismos (sea lo que sea eso) por ciencia infusa. Llevo demasiados años viviendo cerca de Salou primero y de Magaluf después para saber que el turismo puede embrutecer. Muchos se desplazan en busca de cartas blancas y de territorios sin leyes (o leyes que pueden ignorar porque no son las suyas), o exigen que el destino entero sea un resort a su disposición. Recordaba la filósofa Amelia Valcárcel que nuestro país estuvo durante demasiado tiempo condenado a ser Sur, a un exotismo de servicios del que no podía salir. Y puede que ahora viajemos nosotros, pero seguimos viéndole las resacas y los culos a un Norte (ingleses, alemanes, escandinavos) que viene a nuestras terrazas y nuestras playas a recordarnos que no son más civilizados, ni menos humanos, que nosotros.

12. Es noviembre, 2019. Leo Mitos del viaje, de Patricia Almarcegui, recopilación de textos que se convierte pronto en uno de mis libros favoritos sobre el tema. Lo hago, además, en un viaje a Portugal, país que nunca me cansaría de visitar. Almarcegui reconoce que turistas y viajeros comparten espacios y sistemas, pero señala una diferencia vital entre ellos: la intención. Los segundos no buscan el servicio agasajador sino que se mueven por un impulso de estar ahí. Hace bien la autora en no oponer al turismo tópicos sobre lo “auténtico”, una patraña que es, en realidad, otra rama del peor turismo. El viajero no busca lo auténtico sino el contacto y el conocimiento. Viaja porque hacerlo tiene un valor testimonial, de dar fe, de comprobar lo que la información mediada no puede hacer. Viaja porque favorece la mirada, esa mirada que, nos recordaba John Berger, está antes que la palabra, y que necesita la misma educación para ser leída. Viaja, sobre todo, para recorrer los pasos de otros que viajaron antes, continuando una cadena de escrituras del viaje que crea su propio universo. Y esa es la idea que más me enamora de Almarcegui: el viaje como palimpsesto.

13. Del libro de Janés: “La vida es en sí movimiento, pues el respirar es el viaje del aire por nuestro paisaje, atrapar el aire y devolverlo, de modo que pasa de lo exterior a lo interior y regresa enriquecido. Resulta natural, pues, que el hombre sienta el impulso de salir hacia el otro, que es lo que está en la esencia del viaje”.

14. Es abril, 2020. Llevamos ya unas semanas encerrados en casa por la pandemia. El coronavirus ha viajado ya por todo el mundo, haciendo que cancelemos hasta el más mínimo de nuestros movimientos. No iré a un congreso en Polonia, a una ponencia invitada en una universidad de Alemania, a otra en Castellón, a un concierto de Nick Cave en Madrid, al Camino de Santiago portugués que planeaba hacer en Semana Santa, a la ciudad donde vive mi familia. No sigo la prensa más que para la mínima información necesaria (lo cual está haciendo mucho más llevadera mi cuarentena), pero me cruzo casi por error con textos de expertos de todo pelaje prediciendo el mundo tras la enfermedad, incluyendo, claro, cómo será el turismo. Algunos anticipan un regreso temprano a la normalidad, otros una nueva forma de viajar más ética, otros el fin del mundo global. Hay para todos. Me gustaría creer a los optimistas, pero también a inicios de la Gran Recesión íbamos a volvernos más frugales y sensibles y el decrecimiento prevalecería. Lo único que me repito estos días es que el viaje ha sido, históricamente, más la norma que la excepción, y que cincuenta días de encierro no pueden torcer esa inercia.

15. Un diario local titula una noticia “Un verano sin Mallorca para alemanes y británicos” y (sin frivolizar el daño económico) compruebo que muchos nos divertimos dándole la vuelta: “Un verano sin alemanes y británicos para Mallorca”. Sin esos alemanes y británicos, al menos, que se emborrachan, se desnudan, gritan en el aeropuerto, saltan desde balcones. Sin turistas maleducados. Convendría repensar ese turismo, siquiera para que nuestra economía no dependiera de gente que acaba hospitalizada por coma etílico o “precipitación”. Convendría seguir acogiendo (el viaje y la hospitalidad son fenómenos hermanos), pero acoger con amistad cívica, sin servilismos, sin historias de terror. Sin vendernos a esos que montan pataletas quejándose por no poder venir a la playa mientras nuestros hospitales se colapsan. Si de verdad hay diferencia entre turistas y viajeros, convendría encontrar y escuchar a los segundos.

16. (Y si descubrimos que nuestras economías sólo pueden basarse en los primeros, habrá que volver a la urgencia de tratar el problema global como un escenario de terror.)

17. Sigo, quede claro, sin grandes soluciones al descalabro que supone el turismo moderno, que es parte de los horrores de nuestro mundo-supermercado. Nunca había esperado resolverlo en unas pocas notas. Sí tengo algo más claro, al menos, mi ideal de viaje: una apertura al encuentro no forzado, a una acumulación que no tiene prisas por sacar grandes conclusiones (que huye del “he vuelto muy cambiado”) y que aprecia la transformación lenta, entendida sólo hacia atrás. Una forma de deriva que no exige que le atiendan sino que, como el viajero de Cela, agradece lo que le es dado, que busca hacerse invisible para ver sin convertirse en un obstáculo. Un viaje que no es escapismo (huir de: del trabajo, de la responsabilidad, de la rutina) sino búsqueda (viajar a, aunque no se sepa a dónde). Un viaje que quiere profundidad sin imposturas ni renunciar a la feliz alegría de la buena frivolidad, de lo lúdico. A algo así aspiro y por algo así salgo de casa. Espero que la pandemia no acabe con las estructuras que permiten este viaje. Las necesitamos para seguir añadiendo capas al palimpsesto, para que el mundo sea (aún más) conversación, encuentro, polifonía.

(18. Dos cierres. Primero, veo Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin, de Werner Herzog, un intelectual y poeta de la espiritualidad del viajar y el caminar, y me reencuentro con su dictum: “The world reveals itself to those who travel on foot”. El mundo se revela a aquellos que viajan a pie.

19. Y segundo, un recordatorio, un apunte para estos días de encierro sobre el libro de Janés: uno de los dos Orientes del título es el japonés y Janés confiesa, para mi asombro, que nunca ha estado allí. No en persona, al menos. Mentalmente, lleva toda la vida visitandolo desde su cultura y eso es, para ella, un viaje suficiente, tanto que le vale para darle el mismo peso que los viajes a ese oro Oriente que sí ha pisado. La cultura también puede responder a ese impulso de salir hacia el otro. Tendrá que bastarme, por ahora. Miro mi lista de compras pendientes y añado un libro de Sanmao y el ensayo Breve elogio de la errancia, de Akira Mizubayashi.)