I

Mentiría si dijera, como escribió Eduardo Mendoza una vez sobre Viena, que el invierno en Copenhague puede ser glacial. Puede ser peor. Ni los indicadores más tontos y optimistas sobre bienestar y redistribución de la riqueza; transparencia en las instituciones y honradez de los partidos políticos; integridad de políticos, funcionarios, empresarios y trabajadores; productividad, eficiencia y competitividad (se pueden añadir los indicadores que se quiera: en todos puntuará entre los primeros) pueden compensar la realidad más mísera y dura de Copenhague y, por extensión, de Dinamarca: el viento, especialmente, en invierno.

El resto de fenómenos meteorológicos pueden ser igual de insufribles. Algunos dirán que más: no lo discutiré, pues en esto, como en los indicadores de desarrollo humano, Dinamarca también puntúa alto. No obstante, nadie me negará el cambio radical para la vida danesa de no existir un fenómeno tan antiguo y natural como inexorable. Y eso es lo que hace a este fenómeno tan mísero: es incorregible. Doblega cualquier voluntad humana hasta condenarla a la irrelevancia.

II

La vida puede ser difícil con días cortos y poca luz. E incluso con lluvia o nieves asiduas. O con temperaturas aún más bajas (como es el caso de Viena). En Europa mismo hay ciudades que superan en estos indicadores a Copenhague y yo mismo las he padecido (por citar algunas: Múnich, Innsbruck, Coventry y Hamburgo). Pero ninguna la supera – ni siquiera Hamburgo – en viento frío y húmedo.

Dar una pataleta contra esta realidad es completamente absurdo. Y soy consciente de su frivolidad. Contraviene, además, una de mis normas a la hora de escribir (y, por tanto, de vivir): no ser quejica y aceptar la realidad de las cosas que no se pueden cambiar.

III

Vivir en Copenhague ha sido una de las experiencias más enriquecedoras. Ahora valoro aspectos que nunca creí que fuera a tolerar cuando dejé España allá por septiembre de 2010: la corrupción (y no hablo de política) en las actitudes y creencias de mis conciudadanos; la irrespetuosidad hacia lo público; el aprovechamiento y la desconfianza hacia el vecino; la dejadez y vagancia en el puesto profesional; el ruido en las calles; la vulgaridad y la ignorancia (y lo peor: su alarde) y un largo etcétera de indicadores poco virtuosos en el que los españoles puntuamos bien alto.

Cada ciudad y cada país tienen sus virtudes y sus miserias. Durante siglos el Sur de Europa coronó la cima de la civilización y fue el faro y la vanguardia del saber humano entendido en su sentido más amplio. Por motivos que ahora no vienen al caso y que llevan ocupando décadas de libros y debates a generaciones enteras de académicos, todas esas virtudes del Sur se fueron al Norte (y más tarde al Atlántico Norte); dejándonos – eso sí – con nuestras miserias y viceversa.

IV

No obstante, soy optimista. El quehacer humano es azaroso y en esto de las riquezas de las naciones se entremezclan factores tan incontrolables e impredecibles como la acción humana, las instituciones (en su sentido antropológico más amplio) y la suerte. Hay un factor, sin embargo, que ya hemos superado: y es el clima. Si en el pasado este jugó un papel importante en el desarrollo humano, en el presente ya no pinta nada o muy poco. Con esto no niego el desafío que el cambio climático supondrá (si no supone ya) en el futuro de las sociedades humanas; ni tampoco a la posibilidad, siempre presente, de que un maremoto arrase la costa del Levante o de que una inundación se lleve por delante la Diagonal entera.

Lo que digo es algo más simple: y es que las condiciones climáticas ya no influyen en nuestro desarrollo gracias, entre otras cosas, a la innovación técnica, que nos ha dado una cómoda autonomía sobre la naturaleza. Esto también ha tenido consecuencias en nuestro comportamiento, todavía no sé si buenas o malas: somos más quisquillosos, como muestran estas banalidades que escribo, y damos excesiva importancia a cosas tan superfluas como el viento infame de Copenhague.

V

Es hora de partir y dejarse arrastrar por el azar de otros encantos naturales y humanos. Ya lo decía Stendhal: “Si la vida cesara de ser una búsqueda no sería nada”.