Tres canciones, 260. La elección de Raúl:

LOS LAGOS DE HINAULT – POLÍGONO INDUSTRIAL

Me acabo de enterar, editando una noticia, de que ha vuelto el récord de la hora; ahí, como un grupo de música, como una precuela, como una saga, como un recopilatorio para hacer caja en el ‘business’ nostálgico. En el deporte, como mucho, volvía (en la acepción más amplia y profunda del verbo) algún futbolista reconvertido en entrenador y que a uno, al verle, le activaba un click fugaz, un resorte del pasado. Eso era hasta ahora. Porque yo no sabía que toda una competición histórica y prestigiosa fuera como el gintonic o la barba: se podía poner de moda o dejar de estarlo y celebrarse o no en función de eso.

Ya saben la norma: consiste en recorrer la mayor distancia durante una hora sobre una bicicleta. Y se acordarán del coñazo en los años 90. Todo cristo en el pelotón internacional lo bastante crack contra el reloj se levantaba un día y retaba al mundo, con unos aires más de ‘¿Qué apostamos?’ que de una prueba ciclista oficial y de enjundia. Hubo hasta piques, célebres órdagos entre Rominger, Boardman e Indurain que parecían desafíos pugilísticos o por lo menos un poco cafres y quinquis. Sonaba, bien a flipada de anuncio de esos de poner a la estrella corriendo, no sé, contra un caballo, o bien a cochina pelea de barrio, a navajazo a traición, a arrebatarle un mes después el título que había conseguido el otro. Era, en realidad, una versión light, sosa e indirecta del duelo, que encima tenía una escenificación insoportable: un tío dando vueltas a un velódromo durante 60 minutos, una ciencia aséptica del cronometraje en las antípodas del deporte que, sin embargo, alcanzó popularidad en aquella época.

dennisEl buen australiano Rohan Dennis, logrando el nuevo récord de la hora

Hasta ahora mentar el récord de la hora era hacer humor, espolear a la risa con la descontextualización, desequilibrar nuestro día ordenado con una referencia inesperada. Las cosas han cambiado. El australiano Rohan Dennis nos ha procurado un remember batiendo el registro de marras y arrojándolo a la esfera pública tras años de ostracismo. Dicen los expertos que desde al año pasado el reto está resucitando y poniendo fin a más de una década sin noticias de él, una sepultura mediática entendible: igual venía un checo o un canadiense de perfil bajo y rompía la marca entre más pena que gloria. Yo quiero pensar que la cosa se anime ahora porque primeras espadas se pongan farrucas. El récord de la hora se mejora precisamente con la misma máxima que ha hecho avanzar a la humanidad: ese instante vacío entre diálogos en el que alguien interpela con bala, una especie de apelación zanjadora que no admite más argumentación racional: «¡No hay huevos!». Y así ir tejiendo la historia del ciclismo.

La realidad, como siempre, es menos bella. En el año 2000 la UCI cambió la normativa para impedir el uso de cascos de contrarreloj, cuadros aerodinámicos y, en esencia, bicicletas modificadas. Aquello fue un bajonazo, el verdadero motivo de por qué los corredores ya no le vieron la gracia a darle vueltas a la pista como una cobaya. Para salir de ese ocaso, en 2014 se rectificó y se volvió a las bicis tuneadas. Llegaron más hazañas. No tardó algún fabricante en diseñar una ‘ad hoc’, así que acaso se pueda adivinar que, detrás de todo, también haya interés económico. Más allá de la época dorada que se avecina, prefiero quedarme con la mentira de que el noventero récord de la hora sea un vacilada caprichosa, un crecerse fruto de uno de esos pactos sellados a las tantas de la madrugada en un encuentro improbable entre dos ciclistas, hasta que uno diga: «Por mis huevos que mañana salgo en rueda de prensa y lo anuncio».