Meses esperando para un nuevo trabajo musical. Viaje nervioso a la tienda para obtener el formato físico. Desenvolver el plástico. Trasladar el CD a la ranura de la minicadena. Sentarse en el sillón. Disfrutar durante una hora con calma de buenas melodías rockeras, poperas o electrónicas: se trata de un ritual básico que ha ido perdiendo vigencia con la aparición de las nuevas plataformas digitales, el hundimiento de las ventas de las discográficas y la potenciación de unos valores sociales que premian la fugacidad y velocidad cultural. Me explico a través de mi caso.

Uno de los recuerdos más vívidos de mi época quinceañera se construye a través de la escucha de música en formato físico, de grupos tan variados como Garbage, Simon and Garfunkel o Chasis –sí, lo reconozco, mi criterio musical era nulo, lo absorbía absolutamente todo-. Los tres grupos crearon una adicción permanente en mis venas durante un período extenso de tiempo –calculo que el mínimo de un mes-, provocando que me supiera de memoria casi todas sus melodías y títulos de canciones. Por tanto, podía decir con absoluta rotundidad que era fan de éstas y otras bandas.

La portada es una metáfora de los fans de Chasis

Llegó el siglo XXI y mis gustos musicales se fueron perfilando hacia el rock español, los cantautores y cierto pop meloso. En estas que un tal Raúl Cosano  me dedicó un par de álbumes recopilatorios que se convirtieron en la cabecera de mis espacios temporales previos al sueño, con temazos de Blur, Celtas Cortos, Dire Straits, Liquido, Platero y Tu, Molotov, Joaquín Sabina o Extrechinato y tú.  Otros se unieron a mi amigo torreforteño con títulos como ‘The Morning Has Broken Again’, ‘Canito mix’ o ‘Recopilación Dance. 1989-97’, ofreciendo singles estelares de Metallica, Marc Parrot, Dido, R.E.M., Rolling Stones, Marea, Jaime Urrutia o Blink 182. De nuevo, las canciones me entraban de forma pausada y fluida.

La aparición de Napster y, especialmente, el auge de eMule facilitaron el acceso a la cultura musical, a través, eso sí, de descargas ‘supuestamente’ ilegales. El sector discográfico empezaba a desmoronarse. A pesar de todo, aún mantenía cierto romanticismo en mis escuchas, siendo fiel a un autor o grupo durante semanas. Recuerdo sentirme parte de la vereda de la puerta de atrás de Extremoduro, del Wonderwall de Oasis, de la ciudad del viento de Quique González, del viejo Cadillac de Loquillo, de las noches de borrachera y sexo de Joaquín Sabina o de las lágrimas de Héroes del Silencio.

Mención aparte merecen las magníficas cintas recopilatorias realizadas para amenizar la gran cantidad de horas de conducción. Para un cantante formar parte de este selecto grupo era un privilegio. Recuerdo el interés de algunos por escuchar la nueva recopilación y verter su veredicto. Me vienen como flashes las escenas de enfado sin sentido provocadas por los cabezales de las cintas, que, evidentemente, no podían girar eternamente, y las letras cien mil veces repetidas en mi boca. Disfrutaba con el hecho de conocer de memoria el siguiente temazo.

Uno de los discos que más he escuchado en mi vida

Evitando el paréntesis provocado por mi adhesión alocada hacia M80 durante dos años –fue la única solución que encontré a la muerte prematura de las cintas-,  mi percepción y hábitos musicales han cambiado radicalmente debido a dos grandes factores: Radio3 y Spotify. De la repetición infinita y tediosa de M80 he pasado a la variedad estilística mostrada por Juan de Pablos, Ángel Carmona, Virginia Díaz, Javier Gallego, Julio Ruiz o José Miguel López y que se acaba plasmando en un de los mejores inventos de la historia de la humanidad. Me explico.

Cada mañana al encender el motor de mi Renault Laguna escucho una canción desconocida en ‘Hoy empieza todo’. En el 80% de los casos esta melodía me convence así que cuando llego a la redacción enciendo Spotify y busco al grupo en cuestión. Me paso una mañana, una tarde y, en ocasiones, todo el día con Shit Robot, Glasser, The National, Tom Petty and the Hearthbreakers, Lacrosse, Fanfarlo, Souvenir, Psychedelic furs, Bat for lashes, Sr. Mostaza y un largo etcétera. Pero estos grupos no me duran un periquete. Quizá porque me he contagiado del frenetismo en el consumo cultural potenciado por las plataformas digitales o quizá porque siempre tengo ganas de conocer nuevos autores o estilos musicales.

La consecuencia de este nuevo modelo de escucha musical es evidente: demasiadas melodías en tu cabeza como para profundizar en el sentido de las letras, analizar la calidad de los acordes o informarte sobre la vida de los cantantes. Ya no sabemos mucho de pocos grupos. Ahora sabemos poco de muchos grupos. O al menos es lo que me pasa a mí. No digo que sea negativo. Sin embargo, cuando el pasado martes al mediodía me senté en el sillón, encendí el mp3 y dediqué todos mis sentidos a percibir durante tres cuartos de hora los desvaríos amorosos y la genialidad musical de la zona sucia de Nacho Vegas, recuperé una vieja sensación que consideraba extinta. Por los viejos hábitos musicales.

canogarfunkel