Hay personas que viajan a una ciudad en busca de un sonido determinado, con el siempre loable objetivo de dejarse envolver por sus vibraciones, restregarse en él, ya sea en el sucio garito en el que fue creado o en otro que vagamente evoque su recuerdo. Hay otras, en cambio, que viajan sin el ánimo de emprender la aventura que supone la búsqueda del sonido en un sitio concreto del mapa. Pero lo encuentran: se estampan de bruces contra él en el momento de posar un pie y, con la nariz ensangrentada, comprenden que su experiencia no será una búsqueda, sino más bien, una huida desesperada sin final feliz.

Día 1:

Llegamos a Ibiza y al entrar en el aeropuerto, el impacto no es auditivo, sino visual: multitud de carteles anuncian a los mejores DJ’s del mundo (eso debo suponer) en las mejores discotecas del mundo (ídem). No hay música en el aeropuerto, ni en el autobús que nos lleva al hotel, ni al entrar en el hall –es de madrugada, la gente duerme-. Eso sí, los carteles en las carreteras, en los bares, en las farolas y en las calles de los pueblos, son incontables. Lo intento, pero al poco tiempo desisto. Empiezo a preveer lo que sucederá. Es la primera manifestación del sonido Ibiza.

Siempre fui más fan de los Máquina Total que de los Ibiza Mix. Quizás la isla quería vengarse de mí

Día 2:

Alquilamos un coche. El simpático encargado tiene el detalle de ponernos la radio una vez comprobado que el motor arranca y la gasolina está en el punto donde debería. La radio es una emisora local de Ibiza: el locutor habla en italiano y la música es electrónica. Primer contacto real. Cambiamos de emisora, camino de Ibiza -15 quilómetros- pero la radio –el loro- sólo capta chunda-chunda. Al final, tras mucho esfuerzo, topamos con Kiss FM, que nos acompañará durante los múltiples trayectos que hicimos en el Chevrolet. Horas después, y tras escuchar a Fito y Amaral en demasía, me arrepiento de ello.

Al mediodía, comemos en el hotel. La música que suena por los altavoces de la piscina: electrónica. El intento por echar la siesta es infructuoso, ya que a eso de las 4 de la tarde se suben los decibelios mientras por los altavoces se pueden oír con nitidez los éxitos comerciales de los últimos años. Canciones de electrónica facilona con una serie de elementos comunes: no recuerdo su nombre ni título pero conozco todos sus estribillos, y todo el mundo parece estar encantado y las bailan sin pudor alguno.

Por la noche, vamos a un garito cool. Anuncian que ponen chill-out, pero en realidad por los altavoces suena música ligera de esa que siempre entra bien: Craig David y cosas así. Nos clavan 26 euros por dos cubatas. Y eso que no sonaba pijochill-out.

Día 3:

Tras toda una jornada con Kiss FM, la noche nos lleva a San Antonio. La zona con los pubs y restaurantes caros es como una discoteca al aire libre. Aquello me recuerda a una Ipod Battle: parece una competición por ver quién pone a la gente más loca. Aún no son las 9 de la noche y el populacho –ingleses la mayoría- baila por la calle mientras los DJ’s pinchan al lado de los camareros que sufren por no tirar los platos llenos de comida.

La música electrónica lo envuelve todo. No puedes hablar con las personas que tienes al lado. Tus oídos están sometidos a la dictadura del sonido Ibiza. Los bajos suenan potentes pero los subwofers resisten las embestidas del sonido. La adrenalina en el ambiente sube al mismo ritmo que lo hacen los subidones que podemos tomar como estribillos. El sonido envuelve el ambiente hasta merendárselo. Al final, entiendes que no es posible plantar oposición: te dejas llevar y tu cabeza empieza a moverse arriba y abajo, siguiendo el ritmo, de manera inconsciente. El sonido Ibiza ha tomado el bastión: tu cuerpo, pero también tu mente. Y así será, hasta marchar, y conseguir el antídoto, en forma de canción de Fito, ya en el coche. Llego al hotel y respiro tranquilo.

Día 4:

Decidimos tomar un descanso en nuestro periplo ibicenco. Nos trasladamos a Formentera en el barco. No hay música. Llegamos a nuestro destino. No hay música. Tampoco tiempo para alquilar un coche, moto o bicicleta. Renuncio a mis principios sagrados y después de prometerme que no lo contaría a nadie nos decidimos por la opción económico-temporal más viable: el autobús turístico. Nuestro conductor, un tipo amable, con gran parecido a Perico Delgado, y sin muchas neuronas, según coincidimos al poco de intercambiar unas breves palabras con él. La radio del autobús no funciona bien, y eso a Perico le preocupa. Pone más ahínco en descubrir los problemas de la radio que en prestar atención a la carretera. Después de un par de sustos con motoristas, que en ningún momento fueron conscientes de los pocos centímetros que faltaron para que fueran arrollados, la música empieza a sonar por los altavoces.

De un tipo cuarentón, con pinta de buena persona, simplón, incluso diría que campechano, uno no se esperaba que sus gustos musicales transcurrieran por esa órbita. Me refiero a la de esa electrónica de bajos, prácticamente sin ritmo ni melodía, machacona a más no poder, que sigue una línea recta sin desviarse ni un centímetro mediante una base que se repite sin cesar. No es chunda-chunda, sino pum-pum-pum-pum. No es puramente ruido, pero se asemeja. Así todo el viaje. Observo a Perico. Su cabeza no sigue el ritmo. Pero no importa: parece relajado, y eso me relaja.

Por la noche, en Ibiza, más de lo mismo. Empiezo a estar cansado.

Día 5:

Último día en la isla. Decidimos abandonar el relax y el ‘tomar algo’ por un poco de festival. Sant Antoni, teniendo en cuenta que ya no tenemos coche y las deficientes conexiones, resulta ser la mejor opción. Unas horas después, con más alcohol que sangre en las venas, y con el sonido Ibiza dominado mi cuerpo, mi mente, e incluso mi alma, decido echar un órdago: necesito escuchar otra cosa. Cualquier cosa. Lo que sea. La búsqueda no es infructuosa. Poco después de echamos a caminar veo un letrero, al cual mi cerebro añade una aureola celestial: ‘Indie music’.

Entramos, escuchamos algo de los Fratellis, y un par de moñadas inglesas más que ya no recuerdo, y mi cuerpo, mi mente, mi alma, se sienten mucho mejor. Lo habíamos conseguido: aunque fuera por unos momentos, breves pero intensos, habíamos sido capaces de completar nuestra huída del sonido ibicenco. Sonrío, miro la cartera, y decido que aún hay fuerzas para echar el último Gin-Tonic. Había motivos para celebrarlo.

Día 6:

Mis padres vienen a buscarnos al aeropuerto de Barcelona. Ya en el coche, ponen la radio, y suena RadioTeletaxi. No me sorprende. Las vacaciones ya se habían acabado. Y  eso significa que el final de la historia nunca puede ser feliz.

Withor