Leer la Odisea le hace a uno comprender muchas cosas, la más importante de todas, seguramente, no es la que aquí destacaremos, pero para estudios académicos y rigurosos siempre se puede recurrir a la Wikipedia.

Digamos a modo de introducción que hablamos de un poema épico, de 12.110 versos, nada más y nada menos que 24 cantos a la gloria de Odiseo y sus peripecias para volver a casa tras la guerra de Troya. Los dos grandes poemas épicos de la antigua Grecia son la Ilíada y la Odisea, el primero narra la de Troya (o eso nos han hecho creer, porque demostraremos otro día que en eso también se exagera), y en el segundo, como ya se ha dicho, el viaje de Odiseo de vuelta a Ítaca. Estamos hablando, por tanto, del primer spin off de la historia. Puede que creyeran ustedes de Frasier y Aída fueron las grandes innovaciones del género ¿verdad? Pues ya tienen tema de conversación si son algo polemistas en las sobremesas de los domingos.

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Sí, a Odiseo lo interpretó Sean Bean y no murió. Bastante tenía con salir en esa película.

Odiseo ya sale en la Ilíada como personaje secundario, aunque muy relevante para el desenlace, pues es suya la idea del caballo y todas las buenas ideas que tienen los griegos en los diez años de batallas en las costas de la ciudad. Como personaje principal, sin embargo, hay que reconocer que además de su innegable inteligencia y astucia es algo gafe. En cuanto pone un pie en el barco se puede afirmar que todo lo que le puede salir mal, le sale terriblemente mal. Tras los cicones, los lotófagos, el cíclope Polifemo, varias tormentas sin motivo aparente, las sirenas, Escila y Caribdis, y hasta bajar a los infiernos, uno llega a la conclusión que hay que cambiar el nombre de la Ley de Murphy por la Ley de Homero.

Evidentemente, el destino final es el hogar, esa Ítaca soñada en la que esperan la esposa, el hijo y el padre, la merecida recompensa para el héroe que condujo a los aqueos a la victoria y la paz al fin, para sus cansados huesos. El hecho de que el héroe tenga en su camino tantas dificultades contribuye a crear una imagen idílica del destino, cuanto más arduo es el camino, mayor será la recompensa de llegar a la meta. Este tema homérico del retorno tiene aún mucha vigencia y es, como vemos, de larga tradición literaria. Podríamos citar centenares de obras que lo retoman una y otra vez, ya se dijo que lo que no es tradición es plagio.

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Ítaca es el ejemplo del destino al que se quiere llegar, el puerto, la casa, la consecución de un objetivo vital.

Pero Ítaca está sobrevalorada. Piénsenlo bien. Nadie recibe a Odiseo a su llegada, algunos le esperan, pero la mayoría ni siquiera le recuerda. Su madre ha muerto ya, aunque eso Odiseo lo sabe porque como buena madre que es se le ha aparecido en su viaje a los infiernos para decirle que haga el favor de espabilar. Su hijo Telémaco, que acaba de llegar también de un viaje no le reconoce, y lo que encuentra en palacio es a una pandilla de zánganos que llevan meses montando fiestas en su casa, asando todo bicho que haya en el corral, bebiéndose hasta la última uva de los viñedos y persiguiendo a las criadas. Su esposa no hace más que coser en sus estancias un sudario para el suegro (diría yo que hay algo allí de trastorno obsesivo compulsivo) y Telémaco es un pusilánime que no consigue echar a los indeseables de su propia casa.

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¿Les parece poco? El pobre Odiseo llega de la guerra después de veinte años de ausencia y tiene que organizar una matanza en el comedor, pero para colmo de los colmos, el primero que le reconoce, que es el perro, se muere en cuanto lo ve.

Lo dicho, Ítaca está sobrevalorada.

Con razón dijo Kavafis «Cuando salgas en el viaje, hacia Ítaca /desea que el camino sea largo», Constantino sabía que lo que espera tampoco es para echar cohetes.