Los community manager son como los Minions, los grupos de WhatsApp o Pedro Sánchez: no llevan demasiado tiempo entre nosotros, pero parece que nos hayan acompañado toda la vida.  Lejos queda ya la burbuja que llevó a algunas empresas a pagar barbaridades a los profesionales que ejercían esta actividad, mientras otras optaban por becarios para ocupar el puesto. La situación así lo requería; nadie sabía exactamente para qué servían, pero la lógica indicaba que se debía tener uno. Hoy en día hasta las asociaciones de vecinos de barrio tienen su propio community manager, y la sensación es que más allá de estrategias empresariales y demás jerga corporativista vacua, cualquiera con un mínimo conocimiento y sentido común puede llegar a ser un buen gestor de redes sociales. La ciencia detrás del community management, después de todo, no es tan compleja como nos vendieron.

Para los medios de comunicación online, las redes sociales se han convertido en su principal escaparate, y equivalen al kiosco de la prensa tradicional. Los medios se ganan la vida con las visitas, y la mayoría de ellas se producen a través de las redes sociales, así que es lógico que la figura del community manager tenga una importancia capital en este circo. La teoría nos la sabemos de memoria, y de tanto repetirla ya cansa, pero lo cierto es  que este modelo está haciendo daño al periodismo, tanto en la calidad de los contenidos (niños y niñas, os presento el infotainment) como en la promoción de los mismos (clickbait, periodismo de clics y todas esas mierdas de las que ya hemos hablado en alguna ocasión). Hace años que la situación es así y no parece que vaya a cambiar.

Ojo, que aquí cada uno se gana la vida como puede, que más triste es robar, y no seré yo más papista que el Papa (todos los periodistas tenemos muertos en el armario). Por eso, aunque a veces me provoque dudas desde un punto de vista teórico, me parece bien que los medios de comunicación utilicen sus redes sociales de una manera amena, distendida e ingeniosa, y rebajen el tono de seriedad que supuestamente tienen sus artículos. Entiendo al community manager (de hecho, yo he sido ese community manager) que pone emoticonos en los tweets, que hace alguna broma de tanto en tanto, que escribe ‘Ánimo, que ya es miércoles’ y demás argot característico del día a día en la Red. Si se trata de conseguir clics y dinero (última hora: los periodistas también comemos) y esta camaradería entre el medio y sus usuarios ayuda a ello, no hay nada que objetar. Pero existen límites. Líneas rojas que algunos profesionales se saltan a menudo. Y luego está el equipo de community managers de La Vanguardia, que se las salta todos los días, a todas horas, arrasando con todo y sin echar la vista atrás.

La Vanguardia protagoniza uno de los capítulos que mejor ejemplifica la crisis del periodismo moderno. Se trata de un diario histórico, con más de 130 años de vida, que siempre ha contado con grandes firmas en sus filas, y que se ha considerado como un referente del periodismo catalán. Todo este prestigio, labrado lentamente a través de un siglo de trabajo, se está yendo al garete (si no lo ha hecho ya) por el uso que La Vanguardia hace de sus redes sociales, más propio de revistas para quinceañeras o de la telebasura que de un periódico serio. Nunca La Vanguardia había estado tan cerca de la Superpop o Telecinco. El alumno ha superado a su maestro.

Los community managers del diario del Conde de Godó gestionan sus redes como si estuviesen de cháchara en el bar, no dejan de promocionar pseudonoticias sin ningún tipo de interés periodístico, hacen comentarios fuera de lugar, los chascarrillos son constantes, opinan sobre algunos artículos sin rubor (¿son las redes sociales las nuevas columnas de opinión?), buscan llamar la atención de manera desesperada, interpelan a los lectores continuamente tratándolos con ‘colegueo’… todo ello en busca del ansiado clic. Más que representar al diario, parecen representarse a ellos mismos (como la cuenta de Twitter de JotDown, de la que tendremos que hablar algún día). Aquí van unos ejemplos de todo esto, recién salidos del horno.

vangu3 vangu4 vangu5 vangu1 vangu2

Y así todo el rato.

La apuesta de La Vanguardia fue clara, sacrificar un peón (la seriedad, el rigor periodístico, el prestigio) para ganar una reina (miles y miles de visitas). Y les funciona, lo van a seguir haciendo, y más pronto que tarde el resto de medios copiarán su estrategia, y todo esto que a día de hoy a los periodistas nos parece escandaloso acabará siendo el pan de cada día. Éste es el quid de la cuestión y, si lo miramos con perspectiva, el origen de todos los males de la prensa actual: que el rigor periodístico haya dejado de ser la reina para convertirse en un simple peón.