Macbeth es una obra de terror. No por sus fantasmas o sus asesinatos (elementos que pueden encontrarse en otras tragedias de Shakespeare) ni por sus inquietantes brujas, sino por la terrible comprensión que alcanzan sus protagonistas: que nada de lo que han hecho tiene sentido. Antes que un cuento cautelar sobre la ambición, Macbeth es un retrato en sombras del sinsentido de la Historia, en la que el poder no sólo corrompe sino que destruye. Esta es, al menos, la lectura que me ha fascinado durante años, la que ha hecho que sea mi texto favorito del inglés, aunque bien es cierto que los referentes universales lo son porque dejan hueco para el espíritu de cada tiempo: Macbeth podía hablar en su momento de la buena gobernanza y siglos después, cuando Verdi lo convirtió en ópera, ser un discurso patriótico y popular. Pero de fondo, y ahí está su magnetismo, sigue el mismo aviso: life is but a walking shadow. Así lo han entendido mis adaptadores favoritos (Kurosawa, Polanski, Kurzel) y así parece haberlo entendido el montaje que abre la XXXI Temporada de Ópera del Teatre Principal de Palma, una representación llena de sonido, furia y horror.

En una adaptación a ópera encontramos al menos cuatro capas: la obra original, la adaptación lírica, el montaje y la función. De la primera ya he dado noticia: Macbeth son palabras mayores. La segunda era toda una incógnita: éstas siguen siendo las crónicas de alguien que descubre la ópera temporada a temporada, y pese a lo mucho que me conquistó el Otello de Verdi aún no me había atrevido con su versión del rey de Escocia. Por ello es muy de agradecer la estupenda charla que regaló el día antes Joan Carles Vidal, una aproximación didáctica y accesible a la obra, a Shakespeare y a Verdi, en la que además se iba de Los Simpson a Orson Welles sin cambio de marchas. Estas ponencias son uno de los puntos fuertes de las temporadas del Principal, pues además de caldear el ambiente acercan la ópera a todo aquel que quiera aprender. Vidal, además, entrevistó a Maribel Ortega, soprano de gran talento (fue premio de Amics de l’Òpera a la mejor voz femenina el año pasado por su Abigaille de Nabucco) que interpreta a Lady Macbeth en este montaje, y su intercambio fue sorprendentemente honesto y profundo. Me gusta cómo entiende Ortega a su personaje: una mujer pragmática que sacrifica sus escrúpulos por llevar a su marido al trono; no víctima pero tampoco villana de opereta, lejos de la gran manipuladora magnética y mala malísima que ha calado en el imaginario colectivo. Lady Macbeth no es una psicópata, sino alguien que rechaza su propia humanidad: recordemos el desolador «unsex me here» del original. (Barbalich y Ortega, por otra parte, apuestan por mantener los rasgos femeninos del personaje; quizá aquí se encuentre la contradicción que hará que el personaje aparezca con algo menos de fuerza.)

De la adaptación de Verdi, una vez contextualizada y disfrutada, diré que no es tan memorable como Otello pero sí resulta más fluida y consistente que Nabucco, casi un recital deslavazado. El libreto pega algún tijeretazo importante (echo de menos el baile de Lady con el rey Duncan) pero la trama se mantiene. La música es madura, se aprovecha al barítono (Macbeth) y a la soprano (Lady Macbeth), además de incluir un aria, Ah, la paterna mano‘, que justifica al tenor (Macduff), aunque nada resulta icónico: no urge reescucharla al volver del teatro. Contrasto mis intuiciones con los que saben de verdad del asunto, críticos como Emili Gené o el amigo Kiko Cañellas, y lo confirman: Macbeth es, incluso en su versión revisada, musicalmente muy exigente pero poco agradecida.

La función, por su parte, tuvo todo en su sitio. Dario Solari fue un buen Macbeth y Maribel Ortega una estupenda Lady, tanto en voces como en actuación. Arseny Yakovlev aprovechó bien el gran momento de Macduff, aunque quizá todos arrancaron demasiado precavidos (tocaría hablar aquí del gafe de Macbeth, pero ya llegaríamos tarde: he nombrado la obra demasiadas veces). El coro tiene momentos para lucirse, y se lució. La orquesta sonó bien, aunque le faltaban cuerdas, lo que, por otra parte, hizo que destacaran más la percusión y los metales y adquiriese un sonido de réquiem que no quedaba nada mal. De nuevo, horror y funeral.

El punto fuerte de este estreno está en la tercera capa: la del montaje. Este Macbeth es una producción de Elena Barbalich para el Teatro Nacional Sao Carlos de Lisboa que convierte la ópera en un oscurísimo y esteticista espectáculo de terror. Como en mis versiones favoritas, Macbeth se subraya como un ciclo de violencia casi nihilista, en el que incluso la restauración final del orden se pone en escena como un espejismo. Barbalich no sólo ha vestido una tragedia: ha orquestado una imagen de desesperación. La firmeza de la propuesta se nota en cómo usa el vacío, sin miedo a reducir al mínimo los elementos sobre escena. Esto no sólo angustia sino que hace que el escenario del Principal parezca mucho más grande: es una épica no de excesos sino de desproporciones, como ese trono solitario y altísimo al que Macbeth, a quien le va grande, casi tiene que escalar. La puesta en escena de los actores es narrativa y eficaz: la desconfianza de Banquo, por ejemplo, queda clara con la distancia que mantiene respecto a su amigo, y el momento en que Macbeth y su esposa se coronan a ellos mismos mirándose a los ojos dice todo lo que hace falta decir sobre la pareja.

Una vez más: es una producción de terror y aterradora. El color, dominado por negros y grises (que se rompen puntualmente con algún amarillo o rojo), recuerda al de un séquito fúnebre; la iluminación, dura y limitada, encierra a los personajes en estampas tenebristas; las composiciones son todas firmes y pictóricas y casi cualquier momento podría convertirse en un cuadro; las proyecciones de fondo tienen texturas incómodas y siniestras; y el excelente uso de siluetas y reflejos, como en el momento de la «daga de la mente» de Macbeth, complementa la oscuridad con un tinte fantasmagórico. Hay también lucimiento de efectos especiales, como en las dos escenas del coro de brujas y las visiones que muestran al rey, uno de los momentos clave de este montaje. (No todo funciona: la breve pero anticlimática pelea final, con los actores batiéndose a cámara lenta, necesita mucha vista gorda.)

Este Macbeth es un espectáculo visual que parece hecho de piedra y ceniza, de reflejos fugaces y sangre derramada, de sombras y entierros. Toda su envoltura está hecha para reforzar el malestar y la congoja de la obra original, un terror vertiginoso que no desaparece ni con el castigo moral y del que poco sirve aprender. Al salir del estreno, recuerdo que el director de cine de terror Dario Argento se estrenó hace poco en la ópera, precisamente, con otro montaje de Macbeth. Seguro que  él aprobaría esta producción.