Un buen día me da por pensar que aún no he visto un concierto sinfónico, yo, que sé decir Ligeti, Gorecki, Satie, Mahler o Rachmaninov. Sé que en la ciudad, en el Palau de Congresos, cae alguno de vez en cuando, así que se lo pregunto a Google y salta la sorpresa: se acerca un programa con ‘Carmina Burana’ y la Novena de Beethoven, ¡mi composición fetiche!

Es un topicarro monumental y, como dice Raúl en su crónica para el Diari, lo más mainstream de la música académica, pero y qué. Me agencié con dieciséis años un cedé de la Novena dirigida por Michael Tilson Thomas (paréntesis: me encanta la leyenda de que esta sinfonía determinó la medida de los compactos) y aún lo gasto. Lo que me falta en conocimientos técnicos lo compenso con lo memorístico y con centenas de escuchas comparando las grabaciones de Böhm, Furtwängler o Karajan (la de MTT sigue siendo mi referencia). Así que allá enfilamos, que faltan tontos.

Se apuntan al asunto el resto de los inercios: Raúl, Adrián y Cano el Cuarto de Tarragona. En la entrada del Palau esperamos ver monóculos, pero sólo encontramos a un tipo que baja las escaleras con alborozo mientras exclama «¡ya llego, que me había dejado el violín!». No es el público de un macroconcierto de Fito ni del PalmFest, claro, pero tampoco está por aquí el rico del Monopoly.

Me agencio un programa y me pongo en situación. Toca la Orquesta y Coro de la Filarmónica Nacional de Moldavia (no confundan con Molvania), que tiene tres cuartos de siglo a sus musicales espaldas y rodaje de sobras. Me sorprende la juventud del director, Mihail Agafita, con 38 años. Todo pinta de puta madre, pero qué van a decir, y además uno no viene con narices de sumiller. Se trata de ver una orquesta de finura a pleno pulmón y, sobre todo, de vivir la Novena.

Nos garantizamos unas buenas vistas y sale la orquesta, un pequeño ejército de variado arsenal. Parece que la cosa arranca pero no: están afinando. Despiste mío. Aún así, aprovecho para refrescar la anécdota: posiblemente Beethoven se inspirara en esta afinación para el inicio de su última sinfonía. Sale el dire, da la mano al primer violín, toc toc de batuta y a sonar.

El primer movimiento se inicia esplendoroso, allegro ma non troppo, con buen dominio de los dos temas y soltura en los contrastes. Siempre me ha parecido una introducción perfecta y los de Moldavia la defienden con tino. La sonata sigue con fuerza, casi furia, y en algún momento los violines se balancean todos a una, como las olas del mar en una gran tormenta. Precioso.

Silencio, dudamos si aplaudir, no lo hacemos. Llega el segundo movimiento, Agafita dirige con seguridad, las cuerdas suenan impecables y los vientos secos, golpeados: me gusta. Le da un brío sorprendente al tema, un aire urgente que me coge desprevenido, aunque dicen que las anotaciones metronómicas de Beethoven eran más rápidas de lo que normalmente se toca. Tampoco tengo ni puta idea (no me pregunten por blancas, negras o semicorcheas), pero el II de la Novena es su corazón, su panorámica de los infiernos antes de la gloriosa elevación del IV, y lo han clavado. Soy feliz. Ahora sí, aplausos.

Entran, con la calma, el coro y el cuarteto de solistas. Me pongo firme en mi asiento. El adagio (molto e cantabile) del tercer movimiento pasa rápido, suave pero sin mucho brillo. Ni Agafita parece empeñado en sus dulzuras ni yo he buscado nunca nada más que un trámite al cuarto movimiento. El IV explota, al fin, con su apoteosis y su repaso a los tres anteriores, y los moldavos levantan la melodía con mano enérgica, bien apuntalada pero sin pesadumbres. Otra bomba, se levanta el barítono: llega el recitativo. Momento histórico en mi vida, señores.

No me gusta mucho este solista, que parece al borde del colapso. Le sobra esfuerzo y falta vigor, aunque el coro responde de maravilla. Hay un equilibrio perfecto de voces, tanto de géneros como de rangos. Luego un breve receso y la marcha, mi fijación, mis minutos predilectos de toda la historia de la música. Ahí vamos. El tenor está correcto, no brillante, y la marcha bien llevada aunque sin el último punto de viveza que nos haría elevarnos. Nada de esto importa porque su clímax, los epifánicos últimos versos liberados al cielo, suenan de lujo, alucinantes, con las cajas torácicas de todo el coro eclosionando al tiempo. Me extraña que el techo no se abra y bajen los dedos de dios.

El resto de recitativo no baja el nivel, con un andante maestoso hipnótico, que recrea bien las texturas ténebres que le encuentro al pasaje. Para mí, la Novena no es sólo un canto al hermanamiento, al amor oceánico, sino que contiene algo del averno al que aparta, el lado más oscuro y salvaje, más turbulento, de las personas a las que une. Todo esto está aquí, en estos últimos compases y en el agotador prestissimo final, y agradezco a Mihail (ya hay confianza) que no haya optado por interpretaciones más luminosas.

La sinfonía acaba con una muy entusiasta ovación (yo estoy en éxtasis, como aquella que vivía sin vivir en ella) y toca descanso. Adri sale un rato y al volver nos explica que ha visto a una señorona de abrigo de pelaje y cigarro con boquilla. Pues sí que hay aristocracia; habrá que estar atentos a don Jaime de Mora y Aragón. Una molesta voz avisa por megafonía del fin de la pausa y volvemos con el segundo plato, ‘Carmina Burana’, la oferta principal de la noche, aunque yo ya estoy saciado con mi Novena.

Tengo que reconocer que el conjunto suena más firme, más asentado y seguro en la obra de Orff. O a lo mejor me lo parece porque no conozco la composición tan al dedillo. El caso es que el ‘O Fortuna’ y , especialmente, el ‘O Fortune Plango Vulnera’ suenan de lujo. Mis piezas favoritas cobran vida a la perfección: ‘Ecce gratum’, ‘Tanz’, ‘In taberna quando sumus’ o ‘Circa mea pectora’ están tan bien como podría pedir. Los solistas, ahora sí, son intachables, y el coro cumple con la exigente variedad vocal. No es fácil.

Me da tiempo a entretenerme viendo al trombonista que curra un rato cada media hora, a los tipos de la percusión (¡qué dominio del triángulo! ¡De la pandereta!), a los violinistas que esperan como arqueros en tensión. Una orquesta es también un espectáculo visual, toda una máquina humana de complejísima compenetración, un implacable ejercicio de tiempos. Mirando todo esto, llegamos otra vez al ‘O Fortuna’, esta vez como epílogo, y acaba mi primera Novena, mi primer ‘Burana’, mi primer concierto sinfónico. Una experiencia vital, si me apuran, arañada a la casualidad y compartida con la gente con la que querría hacerlo. Salgo alegre, complacido: ya lo puedo tachar de mi lista de cosas por hacer.

V the Wanderer