Mi primer encuentro con él fue en diciembre de 2007. Ya tenía cierto cartel, pero no movía masas. Debo reconocer que tuvo un comportamiento correcto, accediendo a todas las peticiones periodísticas que requería un reportaje audiovisual sobre su nuevo trabajo. Es más, las notas melódicas que escuché en el estudio de grabación no me desagradaron y él parecía un ‘tío humilde’.

Pero con el paso del tiempo su nombre fue creciendo como la espuma, apareciendo en los primeros puestos de las radio fórmulas españolas, y mi percepción hacia él dio un giro radical. Aprovechando el tirón que ofrece la moda ‘perroflauta’ y la buena imagen que da la adhesión a programas sociales, él se apresuró a postularse como el salvador de todos los males que acechan al mundo.  Su música y sus conciertos se convirtieron en un porvenir de discursos pseudo-filosóficos acerca de la manipulación capitalista, el cambio climático o la pobreza, al mismo tiempo que sus arcas engordaban como sucede con todo cantante de éxito.

Dirán que percepción no corresponde a realidad. Puede que lleven razón. Sin embargo, durante mi segundo encuentro con él noté que no andaba equivocado. Convencido por un amigo y gracias a unas acreditaciones periodísticas, me planté en el festival Cambri-Rock acompañado de diez mil personas que, ante todo, necesitaban bailar y disfrutar de una música que, críticas aparte, de ese ingrediente no debería faltarle. Su base no se asienta en unas letras poéticas, en unas guitarras de cantautor desgarradas o en unas distorsiones rockeras. Pero sí, en hacer disfrutar al público.

Este no es «él», pero como si lo fuera.

Pues bien, el silencio y el ambiente de aburrimiento que reinó durante toda la actuación no son, ni mucho menos, comparables a cualquier concierto de Raimon –sin ánimos de ofender a este ‘carismático’ cantautor catalán- en el Palau de la Música o el Teatre Bartrina de Reus. Dos o tres bailes masivos pude contemplar, coincidiendo con su último megahit, utilizado como slogan publicitario por National Geographic para vender el ‘Día de la tierra’. Porque no se engañen, eso de los ‘Días de…’ es para que caigamos en la trampa consumista.

Discursos interminables de diez minutos, alargamientos innecesarios de canciones poco conocidas, temas demasiado lentos y, ante todo, la intención de venderse como un artista con todas las letras. Él había fracasado ante un público entregado. Ni siquiera consiguió que el respetable le vitoreara para volver en los bises.

No digo que las letras musicales no toquen temas sociales y muestren las desigualdades existentes en nuestro planeta tierra. Incluso no me opongo a que él deje claro que pertenece a una filosofía de vida basada en la integración multicultural, el amor al prójimo, las vestimentas andrajosas, los perros pulgosos y las estrellitas que pueblan la mente durante la juventud. Sin embargo, me parece patético que él utilice esta imagen para obtener un beneficio económico. Si a ello añadimos una calidad musical más que dudosa, el resultado es hasta cierto punto odioso.

Pago a quien le pegue un bocado a ese pelo.

Me parece repugnante la filosofía que defiende ‘Falange Española’, pero debo reconocer que cuando esta formación utilizó una de sus canciones, cuyo nombre suena a ‘maltrato laboral por parte de tus superiores’,  para promocionarse en la carrera a las elecciones del Parlamento Europeo, alguna carcajada que otra solté.  A él no le pareció bien que se usara su arte musical en derroteros electorales. A mí, me produce urticaria que él venda música creyéndose el salvador del mundo, por encima incluso de Obama. Yes, you can, Macaco!

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