Un año, por Navidad, me regalaron un lector de libros en formato digital (perdonen ustedes la perífrasis, pero la RAE no ha normalizado aún la voz ebuc, y «libro electrónico» es una metonimia que no me convence). Mi lector de libros era de los primeros que salieron, con tres o cuatro botoncicos y de la marca Papyre. Me pareció que la alusión al papiro, soporte en el que se escribía usualmente hasta bien entrada la Edad Media, era una buena estrategia de branding (tampoco branding está en DRAE, por cierto, se podría normalizar como brandin o brandín), hasta que me di cuenta de que era más bien una advertencia de lo que me iba a encontrar.

Me explicaré. Mi Papyre venía bien provisto de un centenar de títulos ya digitalizados para que la experiencia fuese completa desde el primer momento. No me regalaban solo un dispositivo para leer, sino que me regalaban también los fundamentos de mi futura Alejandría digital. Y de Alejandría, como mínimo, venían todos esos títulos, porque, evidentemente, si me los regalaban era porque esos títulos son de dominio público, es decir, que ha pasado el tiempo suficiente desde la muerte del autor para que ya no estén sujetos a derechos de copyright (otro agujero del DRAE, y ya van tres). Para que se hagan una idea de lo que se pueden encontrar allí, tengan en cuenta que en España los derechos de autor expiran a los 70 años de la muerte del susodicho. Poniéndonos cortazarianos hasta podríamos decir que no te regalan un libro digital, sino que tú eres el regalado, a ti te ofrecen de regalo para centenares de obras que en una librería convencional acumulan polvo y trapo a partes desiguales.

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Si a uno se le ha ido el presupuesto de las navidades en un aparato, y además en un tipo de aparato al que se le ha de presuponer nivel cultural, no va a rendirse tan fácilmente. Así, que tras constatar mi propia ignorancia por no haberme leído más que una veintena de esos más de cien libros decidí ponerme en serio a leer esas obras que se remontan a los albores de la civilización.

No lo conseguí, por supuesto.

Pero para que no les pase a ustedes nada parecido y ya que la micronación de La Inercia me ha cedido tan amablemente un palmo de aguas internacionales para escribir lo que me venga en gana, les traigo aquí una «Guía de lecturas clásicas» para que cualquiera se pueda enfrentar a un monumento literario sin arriesgarse a quedar enterrado en las ruinas de la incomprensión.

Tras tan larga introducción, ya no merece la pena empezar, nuestra nación es pequeña y recién nacida, y a los ciudadanos de la Inercia aún no nos ha entrado la fiebre expansionista. Todo llegará.

Así pues, aquí les dejo y empezamos a la próxima con la épica tarea de leer a Homero.