Me levanto un lunes de octubre que parece de noviembre por el frío y los nubarrones grises. Me dirijo a la parada de autobús del barrio suburbano en el que estoy viviendo. Está a dos minutos de casa, en una carretera bastante transitada, cuyo ruido se amortigua de alguna manera inexplicable. Frente a la parada hay un cementerio. Dentro de pocos días o pocas semanas la niebla lo esconderá y hará que esos árboles altos que veo desde mi ventana parezcan esqueletos negros. Aunque no es tan bonito como esos cementerios ingleses antiguos con lápidas comidas por la humedad y la vegetación por los que da gusto pasear creyéndote Sartre, este cementerio tiene su encanto. Quizás todos los cementerios lo tienen en mayor medida para mí. Excepto ese que todavía no he tenido fuerzas para volver a visitar, ese que perdió su encanto cuando las tumbas dejaron de llevar nombres de desconocidos demasiado rápido, demasiado pronto.

Todas las mañanas espero frente a las puertas de este cementerio que marcan la velocidad de los cortejos a diez millas por hora y anuncian la presencia de tumbas de aquellos que combatieron en la Commonwealth, por la Commonwealth, por este imperio que lleva cayéndose muchos años y que resiste en algunos pequeños grandes detalles. Detrás de los arbustos bien cuidados se entreven algunas lápidas, figuras, flores, cuervos y una abuelica que habrá ido a dar los buenos días y a preguntar qué tal van las cosas por el otro lado. Todas las mañanas me recuerdan la muerte. Todas las mañanas, mientras escucho música, y me preparo para abrir la novela de turno, si la lluvia lo permite, miro el cementerio, inspiro y sigo viviendo.

Pero esta mañana de lunes de octubre mi rutina pseudo-existencialista se ve interrumpida. Entre los acordes de “Free Money” de Patti Smith oigo que una mujer me dice: ‘Me gusta tu bolsa. Me tendría que comprar una igual’. ‘Gracias’, respondo, y le doy los detalles de la compra. Me pregunto qué parte de mi lenguaje corporal proyecta que quiero ser interrumpida: ¿serán los cascos? ¿Será que tengo la mirada fija en un libro? El lenguaje da igual. No me deconstruyen y me interrumpen. La mujer continúa contándome que la bolsa que lleva le había tocado en el supermercado comprando cereales, pero que no le gustaba y acababa llevando siempre bolsas dentro de bolsas. Me pregunta que dónde voy. Se lo digo. Por algún motivo empieza a hablar de ordenadores. Los odia, me dice. Gracias a dios su amigo le regaló por navidad una tablet, que es y no es un ordenador, y ahora puede ver vídeos de Youtube tranquilamente. Me explica que últimamente está viendo muchos vídeos sobre Yellowstone, que todo está lleno de volcanes y gases, que todo va a explotar porque hay nuevas investigaciones resultado del uso de nuevas tecnologías que así lo demuestran. El apocalipsis llegará pronto pero empezará lejos. También me cuenta que una vez tuvo una profesora de lengua muy maja en un curso que hizo. Me dice que una de sus compañeras era todo un caso, que una vez, para san Valentín, llevaron caramelos con forma de corazón de éstos que tienen mensajes bonitos, que los iban a usar para una actividad pero que ella se los había comido todos antes de empezar.

Empiezo a pensar que ya es demasiada conversación para ser un lunes pronto por la mañana. Recuerdo también que no es el primer personaje excéntrico que me cruzo en esta ciudad de la que ha salido Alan Moore. Hay que añadir el hombre caribeño que en otra ruta de autobús se obsesionó por mi lectura de Honour de Elia Shafak y por el brillo de mis medias hasta que se subió algún conocido suyo; la señora ajada con muchos huecos negros en la boca que vociferaba contando la vida de su familia; y el chico, demasiado joven, que se paseaba nervioso por un pequeño café clamando que ahora todo encaja y todo tiene sentido. Mi inesperada compañera de viaje sube conmigo en el primer autobús que va al centro. Se sienta a mi lado. Me pregunta que de dónde soy. Le digo que española y me dice los obligatorios ‘¡Hola!’, ‘¿Cómo estás?’ y pasa a relatarme que tiene un amigo dominiqueño que habla muy deprisa y que conoce a una cantante de ópera española, Montserrat Caballé, pero que la conoce sólo porque cantó con Freddie Mercury. Le gusta mucho Freddie y no sabe dónde está enterrado porque era indio y quizás su madre lo enterró de vuelta en India.

Ésto ya parece un monólogo interior, un fluir de la conciencia digno de un Joyce mezclado con Beckett. Su conversación da otro giro y me dice que ya ha comprado algunos regalos de navidad. Me cuenta que se va a trabajar a una tienda en un barrio que admito no conocer. Me dice que tengo que saber dónde estaba tal y tal sitio, tal estadio, tal torre alta. Ah, sí. La torre alta. Ha olvidado que llevo poco tiempo aquí y parece ofendida porque todavía no conozco bien esos lugares. No sabe que en pocas semanas me he convertido en una gran exploradora de parques, de cafeterías y de tiendas de segunda mano, que conozco lo que su ciudad desecha, que poseo algunos de los libros que no les gustan, que ya no quieren, o que prefieren no acumular.

Llegamos a la parada. Mi ilusión por estos veinte minutos de lectura hasta el trabajo se ha desvanecido. Llego a mi destino pensando en otras rutas, en otros horarios. Llego, ansiosa por emprender caminos separados, ansiosa por volver a mi música y a mi libro, ansiosa pensando que sólo los ingleses locos te dan conversación, ansiosa pensando que la inglesa soy yo.

@bea_pzapata