Si el cine tiene los cortos y la literatura los relatos breves, ¿por qué todos los videojuegos deberían durar decenas de horas? En Shortplay defendemos y recomendamos obras interactivas breves, de entre unos pocos minutos y algunas horas, que se pueden abordar de una sola pieza, sin prisas pero sin esclavizarnos durante semanas. Si no juegas, ya no será porque no tengas tiempo.

Don’t Look Back (Terry Cavanagh, 2009)

PC, Mac, Android, iOs, web (aquí)

20 minutos

En 2005, Sony editó el que puede ser el videojuego más popular basado en la mitología griegaGod of War, y desde entonces su protagonista, Kratos, le ha curtido el lomo a medio Olimpo con resultados bastante notables. Los mitos clásicos sirven en esa saga como escenario y archivo de bichacos a los que atollinar… y poco más: emparenta así con reinterpretaciones pop de 8 bits como The Battle of Olympus (Infinity, 1988), Altered Beast (Sega, 1988) o Athena (SNK, 1986), en los que estos mitos eran un mundo de ficción que se limitaba a dar color. No me quejaré aquí de esa libertad conceptual, ni del desmadre hiperesteroidado (e involuntariamente autoparódico y homoerótico) del dios de la guerra espartano, pero sería una pena que su éxito nos hiciese ignorar otros mitos jugables que se han esforzado más en llegar a las fuentes.

Es el caso del muy autoconsciente y metalingüístico Let’s Pay: Ancient Greek Punhisment! (Pippin Barr, 2011), o del shortplay que nos ocupa, Don’t Look Back. En este juego, Terry Cavanagh (autor de Super Hexagon, VVVVVV Tiny Heist) reinterpreta el mito de Orfeo y Eurídice según el lenguaje de juegos clásicos como Montezuma’s Revenge (Utopia Software, 1984) o Abu Simbel, Profanation (Dinamic Software, 1985), pero también de las narrativas mindgame contemporáneas, con un final que reenmarca todo el relato.

En este descenso a los infiernos, Orfeo no tiene lira sino escopeta, Cerbero y Hades son bosses y cada vez que nos giramos a ver a Eurídice tenemos que reiniciar la pantalla. La dificultad es tan alta como en sus referentes clásicos y, por una vez, me parece que tiene sentido: es una manera perfecta de recrear el esfuerzo del protagonista.

El auge del masocore (juegos de dificultad desquiciante, que apenas premian al jugador y sí le dan mucho feedback negativo) ha provocado a veces una celebración del reto por el reto, de la dificultad como distinción ante «falsos gamers«, de la exhibición atlética como medalla de prestigio. En su peor forma, este enfoque llega a ser un lastre para el medio; más si tenemos en cuenta que algunos estudios muestran que para los jugadores adultos (de 36 años o más) la competición es un factor de motivación secundario, muy por detrás de la fantasía, el descubrimiento o el diseño.

Y sin embargo, la ultradificultad de Don’t Look Back funciona: por su brevedad, por sus referentes y por su sentido ludonarrativo. Este volver a empezar constantemente hace que el juego nos recuerde a otro mito bien conocido, el de Sísifo: no seré el primero en destacar que en el corazón del videojuego están el bucle y la repetición, ni en hacerme el listillo comparando la inutilidad de empujar una roca con subir de nivel. Debemos imaginar al jugador feliz. Pero aquí el reto, como decía, no es solo lúdico, sino que forma parte de una propuesta ludonarrativa sólida.

La experiencia estética de Don’t Look Back se refuerza con un apartado visual tosco, árido, con unos colores evocadores y opresivos. No parece casualidad que Cavanagh tire por un aspecto de Atari 2600: como reivindica Ian Bogost en sus Platform Studiesla tecnología es una herramienta artística, un conjunto de pinceles y de paletas de colores con sensaciones propias, posibilidades y límites. Neo-retro, sí, pero con motivo. El sonido, además, es moderno, sin los límites tecnológicos impuestos a la imagen: atención a los pasos y a las cuerdas de la banda sonora.

El conjunto tiene intención. En Don’t Look Back, la lluvia cae con una pesadez palpable y las cuevas del infierno son oscuras y claustrofóbicas, y el esqueleto narrativo moderno (recordemos, cercano al mindgame) es melancólico y abierto, inconcluso. Orfeo viaja de verdad, y nosotros con él, a un infierno físico, jugable y emocional; un infierno bajo los recursos y la historia de su medio.